Homilía del Sr. Obispo en la celebración eucarística por las víctimas del coronavirus

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Queridos hermanos:

En los meses pasados hemos padecido la triste, dolorosa experiencia de asistir, de lejos en la gran mayoría de los casos, al fallecimiento de muchos hermanos nuestros, hombres y mujeres, en su mayoría ancianos, víctimas de la pandemia que está asolando el mundo. Se fueron en muchos casos sin que ni siquiera sus familiares más cercanos pudieran acompañarles en los momentos finales de su vida, sin poder  hacerles sentir todo el afecto de sus corazones, sin gozar de la ocasión de darles el último adiós. El aguijón de la muerte se clavó aún más adentro en las almas de familiares y amigos, añadiendo mayor sufrimiento al dolor de esos instantes.

No pudimos ni siquiera celebrar la Misa exequial de quienes se confesaban cristianos. La oración quedó como ahogada en el interior de cada uno sin poder manifestar nuestra fe, ni dirigir a Dios, todos juntos, la plegaria que implora para nuestro difuntos el descanso, la felicidad eterna junto a Dios y su Santísima Madre. Por eso, desde los primeros momentos de la crisis decidimos que, cuando fuera posible, deberíamos celebrar la Santa Misa por todos los fallecidos en estos durísimos meses. Hoy, como un buen número de las diocesis de España, cumplimos ese propósito. Otras lo han hecho en los días pasados. Desde todos los puntos de la geografía de España subehoy al cielo una oración dolorida pero esperanzada, llena de confianza en la bondad y misericordia de Dios, por el eterno descanso de todos los difuntos y el consuelo de sus familiares.

Rogamos, no sé si de manera especial, pero sí con un particular afecto, por tantos de nuestros mayores que han fallecido en las residencias de ancianos, lejos de sus familiares, aunque rodeados de las atenciones y del afecto, impagables, de sus cuidadores, médicos y enfermeras.

En esta celebración del misterio de nuestra fe,  junto a aquellos a quienes el Señor ha llamado, la Iglesia tiene presente a ese ejército de hombres y mujeres que han hecho el propio trabajo, que han realizado el propio servicio, a veces con increíble abnegación y siempre con sacrificio, para atender a tantas personas en los días más duros de la pandemia. No conocemos todos sus nombres, pero ninguno está escondido a los ojos de Dios. Los tiene presentes, sin olvidar a nadie. Que Él les premie.

En este domingo, en la fiesta de San Joaquín y Santa Ana, padres de la Virgen y abuelos del Señor, nos hemos reunido no solo queriendo guardar y honrar la memoria y avivar el recuerdo de tantos miles de españoles y de los varios cientos de conquenses víctimas de la pandemia. Los cristianos no sabemos ni queremos solo “recordar”a nuestros difuntos; no queremos solo rodearlos de nuestro afecto, ni hacer presentes sus vidas, sus rostros, sus pequeñas y grandes historias, sus peculiares modos de hablar, de sonreír, de hacer; no podemos hacerlo sin, al mismo tiempo, “rezar” por ellos,“encomendarlos” a la amorosa misericordia de Dios y pedir que El los purifique, para que, limpios de toda huella de pecado, puedan participar en la alegría sin fin de la eterna bienaventuranza.

La muerte es un misterio. No es uno más de los fenómenos, de los hechos que tienen lugar cada día en la tierra. No es un simple suceso. Es un misterio, encierra una verdad que no acabamos de entender. Se sitúa en el confín entre lo que es condición de los hombres y lo que constituye su deseo más íntimo: somos mortales por naturaleza y a la vez hay algo en nosotros que rechaza la idea de la muerte, de la desaparición definitiva,  de la disolución en la nada. En cada uno de nosotros permanece viva la llamada de la eternidad. Somos mortales por naturaleza, pero inmortales por vocación. Si es verdad que la muerte es fruto del pecado, si es cierto que “por un hombre, Adán, vino la muerte”, también lo es que Dios puso en nosotros una semilla de vida eterna y que, por Cristo,“vino la resurrección”.  Por el Bautismo fuimos sepultados en su muerte, para renacer a una vida nueva, la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios. Llamados a la existencia, fuimos regalados con el don de la gracia divina y constituidos herederos de la gloria eterna.

En medio de la obscuridad del enigma de la muerte se enciende la luz de la fe que afirma que “el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre” (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 18). Como la luz del cirio pascual ilumina las tinieblas en la noche del sábado santo, así la palabra del Señor resuena  vibrante, poderosa, iluminando la obscuridad que no logra romper la pobre luz del entendimiento humano. Las palabras de Jesús a Marta y María, las hermanas de Lázaro que yace en la tumba, son como un relámpago en medio de la noche: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá”. Bellamente el poeta hizo eco a estas palabras de Jesús cuando dice: “¡Oh muerte! ¡Tú que todo lo doblegas! ¡Ahora has sido doblegada! Con alas que he conquistado, en ardiente afán de amor, ¡levantaré el vuelo hacia la luz que ningún ojo alcanzó! ¡Moriré para vivir!” Estas palabras hechas también música estremecedora traducen bien las que Jesús pronunció. ¡Morimos para vivir! La muerte no es el final del camino. Es la puerta que nos da acceso a la eternidad, cuando la perla fina, el tesoro precioso del Reino, que hemos amado y buscado por encima de todo, mostrará toda su maravilla.

Y no obstante, el temor acompaña el pensamiento de la muerte. El temor y el desconcierto, cuando esta sobreviene inesperadamente. Un cierto temor, porque el buen sentido y la fe a un tiempo, nos enseñan que Dios es justo juez, que premia y castiga a cada uno según sus obras. La idea del castigo infunde temor; la del premio, en cambio, alegría. Bien lo dijo Francisco de Asís ensuCantico de las Criaturas: “Y por la hermana muerte, ¡loado mi Señor! Ningún viviente escapa de su persecución: ¡ay si en pecado grave sorprende al pecador! ¡Dichosos los que cumplan la voluntad de Dios!”.

La Iglesia se dirige a su Señor esta tarde intercediendo por aquellos hijos suyos que han fallecido a causa de la pandemia, en la esperanza de que les haya concedido el don de morir en su gracia, y con la súplica de que, limpios de sus faltas, los reciba en su seno, para que gocen eternamente felices en el cielo. Que el conceda a sus familiares fortaleza para superar este momento de prueba y a todos nosotros la fidelidad a nuestra condición de cristianos. Que premie, en fin, a cuantos en este tiempo, en las profesiones y oficios más diversos, han sabido servir a los demás con entrega generosa y han aliviado los efectos de la pandemia. Lo pedimos por medio de nuestra Madre la Virgen de las Angustias y de San Julián nuestro celestial Patrón. Que así sea.

 

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