Homilía del Sr. Obispo en la ceremonia de los ministerios de acólito y lectores

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Queridos seminaristas que vais a ser instituidos lectores, en el caso de Francisco, Javier y Carlos, y acólito en el caso de Fidel. Queridos padres, hermanos, parientes y amigos que asistís con gozo y agradecimiento a este momento de la vida de estos hermanos nuestros. Queridos seminaristas que convivís a diario con los nuevos lectores y acólito y compartís sus alegrías, deseos y esperanzas. Queridos fieles todos.

Celebramos la solemnidad de Pentecostés y toda celebración es un momento de alegría y de fiesta, tanto mayor cuanto más relevante es el motivo y cuanto más de cerca nos toca. Por una y otra razón Pentecostés, una de las fiestas más grandes del calendario litúrgico, nos llena de alegría en su celebración. Leíamos en San Cirilo de Alejandría el pasado jueves: “Ya se había llevado a cabo el plan salvífico de Dios en la tierra; pero convenía que nosotros llegáramos a ser coherederos con Cristo y partícipes de su naturaleza; esto es, que abandonásemos nuestra vida anterior para transformarla y conformarla a un nuevo estilo de vida y de santidad. Esto solo podía llevarse a efecto, concluye, con la cooperación del Espíritu Santo”. Bellísimo e impresionante.

Pascua de Navidad, Pascua de Resurrección y Pascua de Pentecostés, los tres grandes misterios de nuestra fe cristiana. El Padre que envía a su Hijo Unigénito al mundo para hacernos hijos de Dios y herederos de la gloria. El Hijo que se entrega  a la voluntad del Padre hasta la muerte y es glorificado con su Resurrección y Ascensión a los cielos. El Espíritu Santo, amor sustancial del Padre y del Hijo, que envían al mundo para llevar a plenitud todo lo creado: espíritu santificador que perfecciona la obra de Jesús; consolador en nuestras tribulaciones; maestro que nos hace conocer cada vez más íntimamente al Padre y al Hijo; fuente permanente de la alegría del cristiano; espíritu que vivifica y funde los corazones para que sean un solo corazón y  una sola alma; don que a todos enriquece y reparte sus gracias y carismas ˗los que Él quiere˗ para el bien de toda la Iglesia; fuego que quema nuestras miserias y nos enciende en amor a Dios y a los hermanos; viento que impulsa sin cesar a la Iglesia y renueva su ímpetu evangelizador; fuente de agua viva de quien recibe vida todo viviente y produce frutos diversos en las almas; espíritu generoso que  enriquece y embellece continuamente a su Iglesia, que la renueva y le regala nuevos hijos. ¡Ven Espíritu Santo!

En las vísperas de esta grandísima fiesta, queridos Fidel, Carlos, Javier y Francisco vais a ser instituidos acólito y lectores. Estos ministerios como sabéis, no están reservados a los candidatos al sacramento del Orden. Son ministerios que tienen que ver con la Palabra de Dios y con la Eucaristía; Palabra y Sacramentos e encuentran al centro de toda vida cristiana˗sacerdotal en sus mismas entrañas˗, porque el Bautismo identifica y conforma con Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote. Pero tienen que ver, ¡y cómo!, con vosotros que os preparáis para recibir el sacramento del Orden, que tiene en el anuncio de la Palabra y en la Eucaristía los ejes fundamentales de su ejercicio. Por eso, en seguida, haré entrega de la Sagrada Escritura a los lectores, diciéndoles: “Recibe el libro de la Sagrada Escritura”. Al describir el ‘curriculum’ de una persona se suele decir: se recibió de abogado, de médico o arquitecto en tal fecha. En vuestras vida, este día quedará señalado como aquel en que “os recibisteis” como los hombres de la Sagrada Escritura, os recibisteis con este título; sois los hombres de la Sagrada Escritura. Hoy obtenéis una investidura, un título, especial, porque en realidad es un ministerio.

El lector, en efecto, tiene como ministerio propio la lectura de la Palabra de Dios en la asamblea litúrgica, excepto el Evangelio que queda reservado al diácono o al sacerdote. Le compete igualmente preparar a los fieles, niños o adultos, en la fe para la recepción de los sacramentos.El servicio de la Palabra será misión principal en vuestra vida sacerdotal. Ya desde ahora debéis ser hombres de la Palabra, de la Palabra que da vida. Debéis por eso aprender a venerarla, a leerla, pero sobre todo a escucharla en el corazón, a hacerla objeto de vuestra meditación, a encontrar en ella al Dios vivo que se revela y se da conocer. No es palabra muerta la Escritura. En ella habla el Dios vivo, y en ella y por ella nos da vida.

No resulta fácil hoy ˗¿acaso lo ha sido alguna vez?˗ anunciar la Palabra de Dios libre, clara, entera, huyendo de la palabrería, del discurso “sabio”, erudito, que en vez de ilustrarla y hacerla brillar en toda su luz y fuerza, la rebaja a palabra humana, la obscurece y la priva de su vigor. Corremos el peligro de que al exponerla, ya no se escuche la Palabra creadora de Dios, la Palabra que “no pasa” nunca, la Palabra que santifica y llena de la fuerza de Dios, sino la pobre palabra humana, palabra caduca, ineficaz, a veces mentirosa. Y si es difícil proclamar la Palabra de Dios, todavía más difícil ˗y arriesgado˗ resulta dejarse “habitar”,“interpelar” por ella, hacerla vida y convertir nuestra vida en palabra, en testimonio y anuncio del Evangelio. Sí, podemos decir: tu Palabra me da vida y, aún mas, tu Palabra es mi vida. No podemos ser meros oradores, “discurseadores” de la Palabra, charlatanes que hablan y hablan haciendo banal la Palabra. No, la palabra no es el tema de nuestro discurso, es la vida de Dios que se revela y que ponemos ante los ojos de nuestros hermanos. Debemos dejarnos poseer por ella, para que salga de nuestra boca como espada de dos filos, con su belleza y su fuerza, y lleve a los hombres a las verdes praderas y a las fuentes de agua viva de la verdadera Palabra de Dios.

Querido Fidel, el acólito tiene como tarea cuidar del altar, asistir al diácono y al sacerdote en las acciones litúrgica, sobre todo en la celebración eucarística. Por eso te entregaré en seguida la patena con el pan y el cáliz con el vino que van a ser consagrados. La estrecha relación del acólito con la Sagrada Eucaristía queda subrayada con  claridad en el hecho de que, como ministro extraordinario, podrás distribuir la Sagrada Comunión y, en circunstancias extraordinarias, exponer el Santísimo Sacramento para la adoración de los fieles. Irás así aprendiendo a centrar tu vida y actividad en la Eucaristía, culmen de la vida cristiana y de la actividad de la Iglesia. Vive la Santa Misa como el acto de culto más agradable al Padre, en realidad el único digno de Él, el acto de obediencia, de inmolación de Cristo, de su vida, al Padre; vívela unido a Cristo, poniendo sobre el atar, junto a la de Cristo, tu propia vida. Pide al Padre que la “trasforme en ofrenda permanente”; que la haga como la Cristo, porque  quieres cumplir su voluntad, por encima de todo; porque no quieres tener, en realidad, más voluntad que la suya, que eso es la esencia del amor y de la comunión con Él; la entrega del corazón, de uno mismo no de nuestras cosas.

Hágase en mí según tu Palabra, dijo María cuando conoció la voluntad de Dios sobre su vida. “Hágase en mí” según tu palabra; es decir, que tu palabra, Señor,sea mi vida; que la haga vida mía. Ahí comenzó la Misa que María ofreció a Dios con su existencia. Toda su vida fue una ofrenda a la voluntad de Padre. Hasta su consumación al pie de la Cruz. Que ella, Virgen y Madre santísima, la oyente de la Palabra y quien hizo de ella razón de su vida, os guíe siempre con su luminoso ejemplo. Amén.

 

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