Homilía del Sr. Obispo en la colación de ministerios en la Solemnidad de San José

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Queridos concelebrantes, un saludo particular para mi hermano en el episcopado, Nuncio Apostólico en Ecuador, Mons. Andrés Carrascosa, familiares y amigos de los que van a ser instituidos Lectores y Acólitos, queridos Francisco, Carlos, César y Felipe.

La Iglesia santa de Dios celebra hoy con gozo la solemnidad de San José, esposo de la bienaventurada Virgen María. Este es el título que, según la Iglesia, identifica al santo Patriarca entre los santos del cielo. El prefacio de la Misa de hoy, al elevar su canto de acción de gracias a Dios nuestro Señor por los dones que de Él recibimos, lo centra en la figura de José, “el hombre justo, dice, que diste por esposo a la Virgen Madre de Dios; el servidor fiel y prudente que pusiste al frente de tu familia, para que, haciendo las veces de padre, cuidara a tu Unigénito, concebido por obra del Espíritu Santo”. Esposo de María, Padre según la ley y custodio de Jesús: estos son sus títulos, la tarjeta de presentación de José. Su dignidad de antiguo patriarca le viene, pues, de otros; no la tiene propiamente por sí mismo; la recibe de la misión que Dios le ha confiado. Es la dignidad del siervo al que su Señor ha hecho amigo, el siervo que con el trato con su Señor ha ido adquiriendo algo de su mismo señorío.

José fue el hombre discreto, callado, silencioso –no oímos ni una sola palabra salida de sus labios-, pero eficaz; el “hombre de confianza” de Dios, en el que puedes descansar, de quien te puedes fiar; le puedes encargar lo que sea, seguro de que no te fallará; quizás no podemos decir de él que es un hombre brillante, ni que destaque por cualidades vistosas; pero es el hombre que está cuando se le necesita, sin llamar la atención ni ocupar primeros planos, sin hacerse notar; no dice nada: está atento, pronto; actúa, secunda, obedece. Siempre está, aunque parezca no estar. Hace en cada momento lo que debe y lo que se espera que haga. Este es José.

El Evangelio no necesita de muchos trazos para definir la personalidad de José. Lo hemos escuchado en la conclusión del pasaje del Evangelio que ha sido proclamado: “hizo lo que le había mandado el ángel de Señor”. Sencillamente, ni más ni menos. Lo que le había mandado el ángel. Obedece. Y no debió de serle para nada fácil: que fuese un hombre justo no significa en absoluto que le resultara sencillo tomar una decisión tan dolorosa como la que pensó que debía adoptar: escucha dentro de sí lo que debe hacer y decide repudiar a su esposa en secreto, evitando así difamarla. No entiende, nada; sabe de la santidad de María, pero, a la vez, las cosas hablan por si solas. No pierde la paz, no se angustia. Decide sencillamente salir de la escena, una escena que parece sobrepasarle. Más tarde quizás tampoco entiende que deba ir hasta Belén para el censo, estando María a punto de dar a luz. Ni que se vea forzado a encontrar descanso en un refugio de pastores y ver nacer a Jesús en un pesebre. Ni que, fruto de la locura de Herodes, tenga que huir a un país extranjero como un emigrante o un refugiado más. Ni que a la vuelta de Egipto no pueda establecerse en Judea, sino que deba habitar en Nazaret de Galilea. José obedece siempre, sin importarle conocer la voluntad de Dios en sueños inciertos. Obedece sin preguntas innecesarias; sin pretextar dificultades por reales que estas sean; sin objetar el propio punto de vista, la opinión o parecer personal siempre cargado de razón; sin examinar si su parecer coincide con lo que se le manda. Obedece. ¡Qué bien se pueden aplicar a José las palabras con que María se rinde al querer de Dios! Todo lo que tenía que hacer era cumplir el designio de Dios. Recibió una tarea y la ejecutó a perfección, sin dilaciones, sin resistencias, fidelísimamente. José el siervo bueno y fiel. Bien pudo decir al término de sus días: misión cumplida.

José puso su entera existencia a disposición de Dios, sin reservarse nada. No cedió a esa tentación de que habla el Papa Francisco en Evangeliigaudium, que “lleva a vivir las tareas como un mero apéndice de la vida, como si no fueran parte de la propia identidad” (n. 76). No, el hombre fiel y solícito sabe o intuye que su ser se confunde con su misión, con la tarea que Dios le ha encomendado. El sentido de misión invade la entera existencia. José, como María, vivió para la misiónrecibida. Esa fue su vida. ¡Cuánto que aprender cada uno de nosotros!

Queridos Carlos, Francisco, Felipe y César:

Como el Papa Francisco ha recordado recientemente los ministerios son las diversas formas que adoptan las gracias, los carismas, cuando la Iglesia los reconoce y se ponen a disposición de la comunidad y de su misión de forma estable. No nos podemos detener a glosar esta afirmación rica de contenido.Vais a ser instituidos como Lectores y Acólitos mediante un sencillo rito litúrgico, después de un camino de preparación que coincide fundamentalmente con el que estáis recorriendo en vuestra preparación para el diaconado y sacerdocio que, junto con el episcopado, son los otros ministerios que denominamos“ordenados”, así llamados por que se confieren mediante el sacramento del Orden sagrado. Los “ministerios instituidos”, o laicales, suponen el Bautismo por el que participamos en el sacerdocio de Cristo. Esta participación que denominamos “sacerdocio común” es una participación verdadera en el sacerdocio de Cristo, aunque esencialmente distinta de la que se inaugura con el sacerdocio ordenado que configura con Cristo Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia. Una y otra participación en el único sacerdocio de Cristo deben contribuir al bien de las comunidades cristianas y a la misión confiada a todos los discípulos de Jesús. De ahí la necesaria articulación de sacerdocio común y ordenado,pues nacen de la misma fuente y tienden al mismo fin: hacer de Cristo “el corazón del mundo”, como dice Francisco.

Sabéis bien que la Iglesia ha configurado dos ministerios laicales: lectorado y acolitado; el primero ligado al ministerio de la Palabra, el segundo vinculado al ministerio del Altar.Queridos Felipe y César dentro de un momento os haré entrega de las Sagradas Escrituras mientras digo: “Recibe el libro de la Sagrada Escritura”; recíbelo no solo físicamente; recíbelo, acógelo como un tesoro; abrázalo como un bien precioso; deja que te habite la palabra de Dios; que sea luz para tu caminar, fundamento de tu sabiduría, consejo seguro para ti y para los demás. Léela, conócela, ahonda en su inagotable riqueza, medítala cada día. “Trasmite fielmente la Palabra de Dios”: la Palabra de Dios, viva, eficaz, que no pasa nunca: todo pasará, pero no su Palabra. La tuya es palabra flaca, insegura, torpe, acechada por el error y la debilidad. La Palabra de Dios permanece. Hazla tuya y anúnciala, trasmítela fielmente para que sea viva y eficaz en el interior de los hombres. Deposítala en sus corazones para que sea alimento y rocío en sus corazones.

Queridos Francisco y Carlos, enseguida os entregaré el pan para la Eucaristía. La cercanía al Altar, el servicio inmediato al mismo debe moveros a vivir de tal manera que podáis servir dignamente a la mesa del Señor y de la Iglesia. ¿Cómo? Creciendo constantemente en la fe y en el amor para la edificación de la Iglesia. Ojalá podáis decir las mismas palabras que Jesús dirigía al Padre en la última cena: “Por ellos me santifico”. Tarea vuestra es la propia santificación…, por la Iglesia, por los hermanos, para su edificación. Amor a la Eucaristía, conciencia del misterio, adoración rendida al sacramento de la fe y del amor de Dios, que “se trasmita” y se “contagie” al pueblo cristiano. Amor a la Palabra, amor a la Eucaristía, eso pido hoy al santo Patriarca para vosotros y para toda la Iglesia. Y más vocaciones. Amén.

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