Queridos sacerdotes, Álvaro, Pablo y Ramón, Padres, hermanos, familiares, amigos.
Hemos escuchado na página del Evangelio con dos escenas distintas. Unos innominados cuentan a Jesús el crimen de Pilatos que ha dado muerte a galileos mientras ofrecían a Dios un sacrifico. No conocemos más detalles de ese hecho que parece ser reciente. En su respuesta Jesus menciona otro hecho luctuoso, la muerte de dieciocho personas sobre los que se derrumbó una torre. Jesús comenta ambos hechos con una pregunta dirigida a quienes le escuchan: En el primer episodio unos hombres justos piadosos, pues ofrecían sacrificio a Dios, fueron asesinados. En el segundo, un trágico accidente en el que mueren dieciocho personas. La pregunta de Jesús responde a una cuestión teológica presente en el Antiguo Testamento, pero que nos inquieta también en nuestro días: el mal, las desgracias, porque las sufren unas personas y no otras? ¿tienen que ver con el pecado de quienes las sufren? ¿Eran pecadores o, al menos, gente especialmente pecadora?
Era idea arraigada en el AT que al justo le sucedían cosas buenas y desgracias al malvado. Producía sorpresa y cierto escándalo que las cosas ocurrieran al revés. Algunos salmos y el libro de Job lo atestiguan. Y constituía una tentación contra la justicia de Dios. Dios no lo es porque a veces parece castigar a los buenos y premiar a los malos. Job que sufre gravísimos males, unos detrás de otros, defiende su inocencia, ante su mujer y sus amigos que piensan y le recriminan: algún mal habrás hecho para que Dios te trate así.
Dios no da más que media respuesta al problema: las desgracias y el sufrimiento no son castigo por el pecado, ya que la suceden también a los hombres justos o no especialmente pecadores. Tampoco lo hace Jesús, que se limita a decir que todos necesitamos convertirnos y que, si no es así, todos igualmente pereceremos. Todos somos pecadores y merecemos castigo si no nos arrepentimos. Si como la higuera del evangelio no damos buenos frutos, perseveramos en una vida alejada de Dios sin arrepentirnos, por más misericordioso que el Señor, por más que nos conceda tiempo para volvernos a él, al final no tendrá más remedio que cortar la higuera, castigar el mal que hemos hecho. Dios es paciente, nos da tiempo, pero al final somos nosotros los que hemos de cambiar de vida.
Nadie ha de sentirse seguro porque Dios es misericordioso, un padre bueno. San Pablo nos advierte. Hasta cinco veces nos recuerda que Dios nos trata con gran amor y nos dispensa sus cuidados como a las tribus de Israel: Todos bajo la nube, todos atravesaron el mar, todos comieron, todos bebieron, pero la mayoría de israelitas murieron en el desierto. Tiempo de conversión. No la retardemos. No esperemos a mañana. No disponemos del tiempo.
Queridos Álvaro, Pablo y Ramón, vais a ser instituidos acólitos, os corresponderá cuidar y servir más de cerca al altar, llevando el libro, la Cruz, cirios, incensario, ayudando al Obispo y al sacerdote en el desarrollo de la liturgia sagrada, sobre todo de la Eucaristía, de la que vais a ser ministros extraordinarios, es decir en circunstancias especiales, y la que podréis exponer a la adoración de los fieles. Mayor cercanía al altar, más inmediato servicio a la Eucaristía, mayor santidad, mayor identificación con Cristo. Creyentes en el misterio al que servís. No figurantes teatro. Adoradores en espíritu y verdad. San José fue le gran servidor de Jesús y de María. Que él os enseñe tratar con devoción no fingida a Jesús Eucaristía y que el Señor os enseñe a descubrir su presencia en vuestros hermanos.
