Queridos sacerdotes concelebrantes, Sr. Alcalde y Concejales de Almonacid, autoridades y Hermandades de los pueblos que acompañáis hoy con vuestras sagradas imágenes a los fieles de esta parroquia de Almonacid del Marquesado, queridos hermanos todos.
Participamos con gozo en esta Eucaristía, durante la cual tendré el honor de coronar la imagen de la madre de Dios y madre nuestra que aquí, en Almonacid, veneráis con singular devoción con el bello título de Las Candelas o Candelaria. Ha sido petición unánime del Señor Párroco, de las Madrinas de la Virgen, del Excelentísimo Ayuntamiento y de los sacerdotes del arciprestazgo de Belmonte. No podía, pues, negarme a celebrar esta Eucaristía con vosotros y a coronar solemnemente a vuestra Patrona la Virgen de la Candelaria.
Sabemos bien todos que la Madre de Jesús es una y la misma, aunque la veneremos en toda la cristiandad –lo hacen también, nuestros hermanos ortodoxos, anglicanos y no pocos protestantes- con títulos y nombres diversos, todos bellísimos. Nos gusta hacerlo así, y sentir la cercanía que da pronunciar el nombre de María, Virgen de la Candelaria, con el que se la ha invocado a lo largo de siglos en este pueblo y al que os han enseñado a recurrir vuestros padres y abuelos.
Seguramente la advocación de la Candelaria tiene que ver con la fiesta de la Purificación de nuestra Señora y la Presentación de Jesús en el Templo, al que el anciano Simeón aclamó como Luz de las gentes, pues es la Verdad que nos ha revelado la verdad sobre Dios, el hombre y la sociedad humana, disipando las tinieblas del error en que vivían los hombres, fruto del pecado. En ese día, dos de febrero, la celebración de la Eucaristía inicia con una procesión en la que los fieles, llevando velas encendidas, cantan al Señor como Luz de las gentes. Esto puede explicar que la Virgen cuyo misterio de la Purificación se celebra ese día, sea honrada con el título de la Candelaria. Su fiesta, como es bien sabido forma una unidad con la de San Blas a quien se honra en toda la Iglesia el día tres de febrero, al día siguiente de la fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo y de la Purificación de Nuestra Señora.
El pueblo de Almonacid quiere hoy coronar a su Virgen de la Candelaria. No es un gesto desprovisto de sentido. Lo tiene, y muy profundo. Hace muy pocos días hemos asistido desde nuestras casas a la fastuosa ceremonia de la coronación del rey Carlos III de Inglaterra, cargada de simbolismo y celebrada en un claro ambiente religioso. La coronación de una imagen de la Bienaventurada Virgen María es una de las formas más solemnes de culto a la Madre del Señor. Con este acto se subraya la devoción por una determinada advocación de la Virgen María. Si todas las imágenes de la Virgen llevan corona, no todas han sido coronadas canónicamente. Se coronan las imágenes objeto de gran devoción por parte de los fieles, imágenes que tienen un especial significado en la vida de los cristianos. Y la que se impone a la Virgen es una corona regia, no otra corona de menor rango. Corona real porque ciñe la cabeza de la madre de Jesús, Rey del universo, que es honrada con el título de Reina.
Corona de reina también porque es miembro supereminente de la Iglesia, y Dios nuestro Señor ha querido premiar su humildad por ser la primera de sus discípulos, la que mejor ha encarnado el espíritu de Jesús que no vino para ser servido sino para servir. María es, en efecto, la sierva del Señor, la que ha hecho fin de su vida el cumplimiento de la palabra de su Dios y Señor, la observancia más perfecta de sus mandamientos. Ha demostrado así que ha sido, es y será la primera en el amor a Dios, pues ofreció su vida al Padre, como hizo su Hijo, al pie de la Cruz, y nadie tiene más amor que el que da la vida por sus hermanos.
Coronar a la Virgen de la Candelaria es, pues, reconocer su condición de Reina, de Señora de los hijos de Almonacid. Título de elevado honor, y a la vez, gesto que entraña una clara responsabilidad. Este acto es mucho más que una especie de juegos florales en honor de María; es un acto de voluntaria sumisión; sumisión muy especial, claro. Los hijos, si lo somos de verdad, estamos siempre orgullosos de estar sumisos a nuestras madres. No es sumisión servil, ni sometimiento a un poder despótico, ni un gesto de humillación; es sumisión de amor, sumisión voluntaria y singularísima que a ningún buen hijo rebaja o humilla. Se reconoce su autoridad, se avergüenza uno ante ella cuando su comportamiento no es el que debe ser; y, a la vez, se sabe uno protegido, defendido, siempre querido.
Queridos hijos de Almonacid: la verdadera corona de una madre son sus hijos. La verdadera corona de la Virgen de las Candelas sois vosotros. ¡Pensad si sois una corona de oro, de plata, o de cualquier otro metal menos noble! El oro y las piedras preciosas de la corona de la Virgen son vuestras vidas si en ellas se expresa la caridad, el amor a Dios y a los demás. En la oración de la Coronación se pide:
«Mira, Señor, benignamente a esos tus siervos que, al ceñir con una corona visible la imagen de la Madre de tu Hijo, Ntra. Señora de las Candelas,
reconocen en tu Hijo al Rey del universo e invocan como Reina a la Virgen María. Haz que, siguiendo su ejemplo, te consagren su vida y, cumpliendo la ley del amor, se sirvan mutuamente con diligencia; que se nieguen a sí mismos y con entrega generosa ganen para ti a sus hermanos; que, buscando la humildad en la tierra, sean un día elevados a las alturas del cielo, donde tú mismo pones en la cabeza de tus fieles la corona de la vida».
Consuela pensar que la coronación de esta imagen de María la compromete un poco más a mostrarse Madre vuestra. Y os empeña también a vosotros a ser más sinceramente sus hijos, a comportaros como tales, a no toleraros que se avergüence de vuestros comportamientos, o al menos a acudir a ella en seguida para que os lleve al arrepentimiento y a la fuente del perdón en el sacramento de la Penitencia.
Los textos de la Misa de este Domingo VI de Pascua casan muy bien con cuanto acabamos de decir. Almonacid, como aquella ciudad de Samaría en la que predicó Felipe, se llena de alegría al celebrar a la que es ejemplo de discípula que acoge la Palabra de Dios y la guarda, la medita en su corazón y procura hacerla vida cada día.
En la segunda lectura el apóstol san Pedro nos ha invitado a glorificar a Cristo en nuestros corazones, fuente de la calidad de nuestras acciones. Glorificar a Dios con nuestro corazón, con nuestras obras, es el mejor modo de reconocerlo como Dios y Señor. El que cumple la voluntad de mi Padre, dice Jesús, ese me ama, no el que se limita a decir ¡Señor, Señor! Nuestro amor a María no puede acabar con su Coronación; esta debe ser un acicate para amarla más con obras de vida cristiana.
El Evangelio nos recuerda que el mandamiento de Jesús, lo que Él quiere, es que nos amemos unos a los otros. Este es su mandamiento, y a esto van encaminados todos los demás, o de él toman vigor. El que ama a los demás, es amado por el Señor y se le manifiesta, se le da a conocer, no tiene secretos para él, es transparente, nos permite entrar en su intimidad: conocerlo. Y sabemos que en esto consiste la vida eterna: en conocer a Dios y a aquel a quien Él ha enviado, Jesucristo Señor Nuestro.
Que el amor a la Virgen de la Candelaria os facilite conocer y amar más a Dios y a los demás. Amén.