Homilía del Sr. Obispo en la dedicación del altar en Monreal del Llano

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Queridos D. Emilio, sacerdotes concelebrantes, fieles todos de esta comunidad cristiana de Monreal del Llano. Nos hemos reunido para celebrar la Santa Misa dentro de la cual dedicaremos, consagraremos, este altar en el que se renovará con frecuencia el santo sacrifico de la Cruz. Con ese solemne rito queda reservado exclusivamente a ese fin; cualquier uso profano queda excluido, sería una profanación. Consagrar algo significa eso: dedicarlo exclusivamente a Dios. Profanar, en cambio, es hacer de uso común lo que se ha reservado solo para Dios. Si reservas la habitación de un hotel para un día estás pidiendo que nadie más que tú pueda usarla en esa fecha. Es de tu exclusivo uso. Cuando se consagra un altar se está reservando su uso para ofrecer a Dios el sacrificio de su Hijo. El altar es la Cruz en la que se renueva su inmolación por los pecados de los hombres.
Por eso, así como nos arrodillamos ante la Cruz en la adoración del Viernes Santo, así tratamos con extremo respeto el altar: el sacerdote lo besa y se inclina profundamente ante él en señal de respeto. La Tradición cristiana no duda en afirmar que Cristo fue, al mismo tiempo, la víctima que se ofrecía por los pecados de los hombres, el sacerdote que ofrecía la víctima y el altar sobre el que esta se inmolaba. La carta a los Hebreos presenta a Cristo como el Sumo Sacerdote y al mismo tiempo como el Altar vivo del templo celestial. Y en el Apocalipsis Cristo es el Cordero degollado, oblación agradable a Dios que es llevada al cielo por manos del ángel de Dios.
Jesucristo es el Sumo Sacerdote, el más alto, el más grande, el verdadero sacerdote. De su sacerdocio participamos todos en un grado u otro, grados esencialmente distintos. Está el sacerdocio de los Obispos, la más elevada participación humana del sacerdocio de Cristo. A su vez, los presbíteros participan también en un grado subordinado de ese mismo sacerdocio de Cristo. No tienen la cumbre del sacerdocio y dependen de los Obispos en el ejercicio de su poder sacerdotal, pero son verdaderos sacerdotes, y ejercen como tales, sobre todo cuando celebran el sacrificio de la Misa. Pero también los laicos participan del sacerdocio de Cristo por el sacramento del Bautismo. Todos los fieles participan del único sacerdocio de Jesucristo; se dice, por eso, que poseen el llamado “sacerdocio común” de los fieles. “Todos por el Bautismo hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia”. Somos un pueblo de sacerdotes, profetas y reyes.
El acto más característico del sacerdocio es el sacrificio que se ofrece a Dios. Por su condición de sacerdotes, los laicos pueden ofrecer a Dios su propio sacrificio, el sacrificio de sus vidas como verdaderos discípulos de Jesús que la ofrecen al Padre como sacrificio agradable a Dios. Se ha dicho con acierto que “todas las obras de los hombres se hacen como en un altar”. De ahí que cada cristiano, cada bautizado puede ser visto “como sacerdote que inmola en el altar de su corazón los sacrificios que comporta el don de sí, para glorificar a Dios y servir a los demás”. Estos sacrificios espirituales (1P 2, 5) –pues no se trata de ofrecer un cordero o un ternero o dos pichones, sino la propia vida- deben ser interpretados como imitación voluntaria por parte de los cristianos, de la ofrenda sacrificial de Cristo”.
El sacrificio de nuestra vida es ofrecido al Padre uniéndolo al sacrifico de Cristo del que recibe su pleno valor. Cada fiel cristiano ofrece a Dios su vida en el altar del propio corazón. Como nuestro sacerdocio no es ajeno al sacerdocio de Cristo, así tampoco nuestros sacrificios espirituales no son ajenos al sacrifico de Cristo. Están llamados a unirse al único sacrificio Redentor. Pues bien, esa unión de sacrificios, los nuestros y el de Cristo tiene lugar en la Eucaristía celebrada en el altar de nuestras iglesias. Cristo asume en su sacrificio los nuestros por la acción del Espíritu Santo y así se constituye una única oblación de Cristo, Cabeza y cuerpo. Los nuestros son como esas gotas de agua que se ponen en el vino y se “disuelven” en él, formando una única realidad. Participar consciente y activamente en la Misa es tomar parte con los nuestros en el sacrificio de Cristo que es, a la vez, acto supremo de adoración a Dios y entrega hasta la muerte por los hermanos. A esto nos compromete la Eucaristía: a ofrecer nuestras vidas, juntamente con la suya, sobre el altar.
El solemne rito de la dedicación o consagración del altar que representa a Cristo inicia, como hemos visto, con la bendición del agua que se asperja sobre los fieles en señal de penitencia y en recuerdo del Bautismo, y para purificar el nuevo altar. Al término de la homilía rezaremos las Letanías de los Santos invocando su intercesión en favor de la Iglesia. Cuando estas concluyen tendrá lugar un significativo rito: las reliquias de algunos mártires, en este caso los Beatos Cruz La Plana y su secretario Fernando Español, serán depositadas al pie del altar en un pequeño sepulcro. Cerrado este, tiene lugar la oración de dedicación del Altar, en la que se hace memoria de los principales momentos de la Historia de la Salvación, historia que alcanza su plenitud con el sacrificio de Cristo en la Cruz que nos reconcilia con Dios y se da como comida y bebida a los fieles cristianos dignamente preparados.
Una vez dicha la oración de dedicación del Altar, se unge con el sagrado crisma, se venera después con el incienso y se reviste con los manteles que nos recuerdan que el Altar, además del lugar del sacrificio, es también mesa de la que se alimentan los fieles con la Sagrada Eucaristía. Finalmente se adorna con las luces y con flores, para que la Santa Misa continúe después como de costumbre.
Queridos hermanos, con el pasaje de la mujer Samaritana, el Evangelio nos ha recordado que el verdadero templo donde habita Dios y donde se le ofrecen los sacrificios que le agradan es Cristo. Es decir, todo verdadero sacrifico debe imitar el sacrificio de Cristo, sacrificio espiritual de obediencia al Padre hasta la muerte y de entrega total a sus hermanos los hombres. En efecto, el Señor nos avisa claramente que “no todo el que me dice ‘Señor, Señor’ entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt 7, 21), y nos advierte: “en esto conocerán todos que sois discípulos míos, si os amáis unos a otros” (Jn 13, 35). Quiera el Señor que no lo olvidemos nunca ni vosotros ni yo. Que el altar que consagramos nos recuerde que nuestra vida debe caracterizarse por el amor a la voluntad de Dios y por el amor a nuestro prójimo. Ese es el sacrificio que hemos de unir cada domingo al de Cristo. Así sea.

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