Celebramos hoy la solemnidad de la Epifanía del Señor, popularmente, el día de los Reyes Magos. La lectura de la carta de San Pablo a los Efesios desvela el significado más profundo de esta fiesta. El Apóstol recibió del Señor la misión de anunciar el Evangelio a los gentiles, a los que no pertenecían al pueblo de Dios, a los no judíos de raza. Una novedad fundamental de la predicación cristiana es que el misterio de la Encarnación del Hijo eterno del Padre, el Mesías prometido ha sido dado a conocer también a los gentiles. Los Reyes venidos del lejano Oriente representan a todos los pueblos de la tierra, a todos los hombres. Dios se ha hecho hombre también para ellos, para liberarlos de la opresión del pecado. Todos hemos sido salvados en Jesús y a todos se ofrece la salvación. Este es el misterio que durante siglos había estado escondido a los hombres.
De estos misteriosos personajes que vienen del Oriente decimos que eran reyes, seguramente porque así parecen indicarlo los dones que llevan al Niño: oro, incienso y mirra. Quizás eran gente de las tierras de Babilona, nobles dedicados a la ciencia de los astros: exploradores del cielo que han visto salir, aparecer una nueva estrella. Una estrella que se mueve en el cielo. Y se sienten movidos a seguirla, aunque tienen claros los obstáculos que les esperan y que deberán superar; pero los obstáculos se superan cuando se desea algo intensamente, cuando se quiere de verdad, cuando se ama.
Seguramente conocían las Escrituras judías o habían oído hablar de ellas, porque llegan a Jerusalén y preguntan por el rey de los judíos que ha nacido y han visto la señal de la estrella que les guía al lugar donde se ha producido el hecho. Ese rey de los judíos que buscan no parece ser un rey cualquiera, pues vienen desde lejos para adorarlo.
Sus preguntas despiertan sorpresa, inquietud: en Herodes el rey déspota, y en toda Jerusalén, la ciudad que tantas veces había vuelto la espalda a Dios. Tienen miedo todos: el rey porque ve peligrar su reinado; Jerusalén, las autoridades, los sacerdotes, el pueblo porque no han sabido prepararse para la llegada del nuevo rey. Todos muestran interés y temor por la llegada del Mesías que a todos atañe. ¡Nuestros miedos a Dios!
Los Magos preguntan, investigan, pues la estrella los guía sin que sepan exactamente a dónde. Además, ha desaparecido de repente, y se encuentran como perdidos en medio de una gran ciudad. Buscan, buscan siempre, hasta que recibida la respuesta de los sabios y luciendo de nuevo la estrella, se detuvo encima de donde estaba el Niño. Y se llenaron de una alegría enorme. Habían encontrado a quien buscaban, al nuevo Rey de los judíos, a quien reconocen una extraordinaria dignidad. Lo han encontrado y ya no necesitan buscar más. Ya lo tienen todo. Se llenan de alegría. Se postran y le ofrecen sus dones, unos dones especiales: oro como a rey, incienso como a Dios, mirra como a hombre. Ofrecen lo que tienen. Corresponden al don divino con sus dones terrenos, humanos.
Ya no son solo los pastores judíos, sencillos y humildes; son también nobles venidos de lejos, gentiles. Estos, como aquellos, reciben al Mesías recién nacido y ponen a su disposición lo que tienen. Judíos y gentiles unidos por la fe en Jesucristo. Dios no divide ni enfrenta a los hombres entre sí. Une a los que buscan y lo hallan. Los hombres y mujeres con espíritu genuinamente religioso no se satisfacen con las cosas de esta tierra; buscan a Dios en otra tierra, en otros bienes. Buscan a Dios, no a sí mismos; ni siquiera se contentan con una religión rutinaria, de meras tradiciones y costumbres, pero que no roba el corazón, que no satisface sus anhelos más hondos; no buscan tampoco su provecho de manera egoísta; buscan al Dios que ha nacido en la tierra, al que no han de temer ni judíos ni gentiles, un Dios que busca servir y no ser servido. Y quienes buscan hasta encontrar se unen en una misma fe, en el mismo amor a Dios y a sus hermanos. Todos se unen estrechamente con el vínculo de la fe y de la caridad, más fuertes que cualquiera otros. Los odios, los enfrentamientos, las divisiones, las guerras, los nacionalismos cerrados, los rencores y las discordias, no pueden coexistir con la fe y la caridad auténticas. Estas tienden a eliminarlos por entero.
Cuando nos une la luz de la verdad, nos volvemos pacíficos, por ser partícipes de la misma promesa, miembros del mismo y único cuerpo, Cristo. La misma fe, la comunión en el amor, supera toda división, salva los abismos entre pueblos y naciones. Los hombres y mujeres de razas, lenguas, culturas, naciones distintas, van, cada uno –negro, moreno, blanco que sea- con sus propios dones, hasta el rey que ha nacido para ofrecerlos a Jesús, que nos ha buscado a todos bajando de los cielos, y ha querido hacer más fácil el encuentro. Ha venido a nosotros, nos busca, y él mismo se hace camino, estrella, para que podamos encontrarlo. ¡Feliz fiesta de la Epifanía del Señor!
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