Homilía del Sr. Obispo en la festividad de Ntra. Sra. de la Virgen de la Luz, patrona de la ciudad de Cuenca y Alcaldesa de honor

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Queridos Hermanos:

Como cada año acudimos a esta cita en el santuario de la Virgen de la Luz para dar gracias Dios nuestro Señor por los beneficios que a lo largo de la historia ha dispensado a esta ciudad y a quienes la habitan, y para pedir que a la Madre de Dios que nos siga dispensando su protección y cuidados, que se muestre siempre como buena madre de todos los conquenses y que cada uno de nosotros, y la ciudad entera de la que es alcaldesa de honor, tenga a gala y como timbre de honor, el empeño, débil quizás, pero siempre decidido, de ser buenos hijos, atentos a sus consejos.

Hemos escuchado, una vez más, un breve pasaje de la carta de san Pablo a los fieles de Galacia, región en el centro de la actual Turquía, que trae su nombre de los galos que se instalaron allí en el siglo III a.C. El texto habla de la venida del Hijo eterno de Dios a este mundo, de la Encarnación, que tuvo lugar cuando llegó la “plenitud” de los tiempos, el momento de maduración de algo que alcanza su sazón. Ha sido precedido por un periodo más o menos largo de tiempo que tiene en ese momento de plenitud su meta y su explicación. E momento de plenitud da sentido a todo lo que lo precede y con él inicia una situación o tiempo nuevo. Con la venida de Cristo entendemos que el tiempo precedente, el Antiguo Testamento, descubre ahora su entero sentido, que ha discurrido con una orientación, que no ha sido una mera sucesión de instantes; se revela como historia: tiempo, sucesos, momentos que tienen un porqué y un para qué.

La historia de los hombres es historia de salvación y Cristo es la meta de la misma; la plenitud de esa historia; toda la historia de los hombres es tiempo en el que tiene lugar la salvación, pero esta se cumple, tiene su culmen con la Encarnación; ahora se hacen realidad las promesas, mojones en el tiempo que señalan el recorrido y evitan que se pierda de vista el final; se cumple lo que solo era anticipo, signo, preparación.

Dios, al crear a los hombres, tiene un designio, un proyecto, un plan que va realizando en la historia. El tiempo no es ciego, encierra una intención. No está sometido al azar, ni lo rige la casualidad. Lo gobierna la providencia divina, el plan de Dios. Hay una mente detrás de él, aunque a veces no se alcance siquiera a vislumbrar, y lleguemos a pensar que las cosas ocurren porque sí. Nos falta perspectiva para entender que el tiempo es historia de salvación. San Pablo en su carta a los Efesios habla de cómo se nos ha dado a conocer la multiforme sabiduría de Dios, según el designio eterno, realizado en Cristo, Señor nuestro.

Dios está en la historia de los hombres; la soledad del hombre en la tierra, su sentirse infinitamente desvalido, en manos de poderes ocultos; su impresión de que no gobierna en realidad su propia vida, cuanto menos la del mundo; su aparente, al menos, sometimiento ineludible al azar, su desconcierto ante acontecimientos y sucesos sin razón que los explique, suficientemente, resultado quizás de la ciega casualidad.

Pero no, el hombre no es un ser perdido en un universo sin sentido. La historia ha alcanzado su plenitud en Cristo: gracias a Él el mundo, el tiempo, la creación, recobra su sentido. Somos hijos de Dios, regenerados, conducidos por un Dios que es Padre que en Cristo nos ha hecho herederos de un reino futuro y eterno, que los cristianos conocemos con el nombre de cielo. María, madre de Jesús, es quien ha hecho posible la llegada de la plenitud del tiempo. Es la Madre del verdadero hombre nuevo, que inicia la nueva etapa de la historia. Es la Madre del Salvador, de Jesús el Cristo, plenitud de la que todos hemos recibido.

El pasaje del Evangelio que hemos leído es el mismo que nos presentaba ayer la Liturgia de la fiesta al celebrar la fiesta de la Visitación de nuestra Señora la Virgen a su prima Santa Isabel. Me detengo brevemente en las primeras líneas de ese texto. En él se nos narra la reacción de María al recibir la noticia de que su pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez y que ya está de seis meses la llamaban estéril “porque para Dios nada hay imposible”. María no muestra sorpresa: tiene fe en el poder de Dios, y conoce las Sagradas Escrituras, que cuentan varios hechos del mismo género.

Nos interesa la respuesta de María al tener notica del hecho. Reacciona en seguida, no se queda parada; ni la alegría la paraliza, ni el asombro la bloquea. Prevalece su sentido práctico de mujer y la advertencia de que alguien necesita de sus cuidados. El amor, la caridad es activa, diligente, solicita. María, dice el texto sagrado, se levantó y se puso en camino, deicida, sin importarle las dificultades de un camino largo, difícil pues debe ir a la montaña de Judea desde Galilea; no exento de peligros, aunque seguramente lo hiciera formando parte de alguna caravana. Fuera como fuese, lo cierto es que María marchó presurosa, llamada por el momento difícil en que se encontraba su pariente.

María es modelo y ejemplo en el seguimiento de Jesucristo, modelo insuperable y ejemplo universal. El Papa Francisco ha hablado en numerosas ocasiones del cristiano como persona que cuida de los demás, que no se encierra en su pequeño mundo despreocupándose del resto, que se interesa por ellos e interviene en su favor. Los discípulos de Jesús, los habituados a contemplar la vida de María, no podemos quedar bloqueados en el lamento, satisfechos por la compasión que suscita en nosotros el sufrimiento, el dolor, las dificultades del prójimo. La caridad, el cuidar de los demás, debe movernos a actuar en su favor en la medida de nuestras posibilidades, sin ceder a la pereza ni a la comodidad, ni al pensamiento de que ya habrá otro que lo haga, o la idea de que no es cosa mía ni mi obligación. María no lo pensó dos veces: se levantó y se puso en camino de prisa hacia la montaña.

Que su ejemplo, Virgen de la Luz ilumine nuestro modo de proceder y nos alance de Dios Nuestro Señor su misma actitud de servicio para ir al encuentro de quien necesita de nuestra cercanía y de nuestros cuidados. Amén.

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