Homilía del Sr. Obispo en la festividad de San Juan de Ávila, patrón del clero español y Doctor de la Iglesia

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Queridos sacerdotes:

Nuevamente, un año más, la figura de nuestro santo patrono, San Juan de Ávila nos sale al encuentro, convocándonos a todos los sacerdotes de la diócesis para celebrar juntos su fiesta, con el fin de que, al resplandor de su vida, las nuestras, como reza su himno, se enciendan, se abrasen en ardiente celo.

Hoy, uno por todos y todos por uno, pedimos a Dios Nuestro Señor por la intercesión del santo Patrono del clero español, que nos renueve en el afán de predicar a Cristo, en el deseo intenso y hondo de llevar la buena nueva del Evangelio, es decir, la buena nueva de Cristo salvador, a todos los hombres. Es la razón de ser la Iglesia, de cada cristiano, también de cada sacerdote. Su existencia, la de la Iglesia, la del cristiano, la nuestra, sacerdotes, carece de sentido si se la priva de ese fin. Sin él la nuestras son vida sin sentido, sin norte, sin plenitud posible, inacabadas. Pero nuestro mundo, nuestras gentes tienen necesidad de sentido, de descubrir el porqué y el para qué de su existencia; necesitan de alguien que les descubra el origen de sus más hondos anhelos, y el bien que puede saciarlos. Como el ministro de la reina de Candace necesitó de la palabra, llena del fuego divino, de Felipe que le ilustró sobre el contenido de las Escrituras, también los hombres y mujeres de nuestro tiempo necesitan que alguien les enseñe el misterio encerrado en las Escrituras. La escena se repite hoy, con distintos personajes. Pero todos tenemos necesidad de que alguien se nos acerque, y con la fuerza del Espíritu, nos ayude a entender mejor la Palabra de Dios. Nos ha destinado el Señor, como hemos escuchado en la primera lectura, a llevar la salvación hasta el confín de la tierra.

Nos ha puesto el Señor como luz para todas las gentes, sal de la tierra y luz del mundo. Si la sal pierde su sabor, si se vuelve sosa, no producirá el efecto que se espera de ella; no preservará de la corrupción. Sal insípida, inútil, insulsa, sin fuerza, no sirve, se desecha, se tira. La existencia de un cristiano, y lo mismo de un sacerdote debe hacer reaccionar, ser un revulsivo, avivar, animar, levantar los ánimos, evitar la corrupción, ilusionar con su ejemplo, débil y defectuoso sí, pero optimista, ecidido, provocador de santidad, pastor bueno de muchas almas: “Fuiste padre de santos sin par, fuiste de almas seguro mentor, los caminos de España al cruzar, de tu vida y lengua el clamor, sacerdotes logró suscitar, y templados de Cristo al amor a los pueblos hicisteis entrar el camino que lleva hasta Dios”. ¿No es este la imagen perenemente válida de un sacerdote?: Padre de santos, mentor, es decir, maestro, pedagogo seguro de almas, provocador de vocaciones sacerdotales, guía que conduce a pueblos enteros hasta Dios.

Sal y luz que muestra a los hombres el camino hacia Dios con su palabra y con su vida. Guía segura, experimentada, curtida por la oración y el sacrificio. Guía, no camino. Sólo Cristo lo es. Nosotros somos solo guías; pero no basta con que el guía “conozca” el camino; debe recorrerlo con otros para serlo de verdad; y no puede perderse, pues si lo hace, extraviará también a los demás. No es posible ser padre de santos si no lo es uno mismo. Ciertamente es Dios quien da el incremento; es su gracia la que nos conduce, aunque caminemos por cañadas obscuras. Pero se sirve de buenos pastores que, sin ansiedades, sin desasosiego, sin angustias, sientan de verdad la responsabilidad del rebaño; pastores a quienes les importa su rebaño por encima de todas las demás cosas, capaces de sacrificarse y aun de dar la vida por él. Queremos ser pastores del pueblo de Dios que entran por la puerta que es Cristo, pastores amoldados, ahormados a la figura del “mayoral de los pastores”, que saben el nombre a sus ovejas, que caminan delante de ellas, abriendo camino, que las llevan a pastos frescos que conocen por experiencia, que las defienden con la verdad, que están pronto a vendar sus heridas, a cargar sobre sus hombros a las malheridas, que buscan a las extraviadas. ¡Sobran los asalariados, los ladrones y bandidos que no entran por la puerta en el aprisco! Queremos ser buenos pastores: Hoy acudimos al pie del altar, aclamando a nuestro Patrón, dechado del clero español, con afán de querer imitar su vida ejemplar. Es el contenido de nuestra oración hoy, y la que renovamos todos juntos ante el Señor.

Conocemos y sufrimos la dificultad de los tiempos, sentimos la soledad de quien a veces parece predicar en el desierto, con frecuencia los resultados de nuestro ministerio no son los deseados y esperados, nos duele la experiencia del rechazo o de la indiferencia, nos pesa el ambiente secularizado, conocemos la amenaza del desaliento por no saber descubrir los caminos para llegar a la gente, asistimos sin saber cómo reaccionar al fenómeno de la bajada generalizada en la recepción de los sacramentos, y nos apena comprobar que la práctica religiosa no siempre alimenta una verdadera vida cristiana, reduciéndose en ocasiones a costumbre y tradición.

Querríamos tener luces para descubrir caminos eficaces para una nueva evangelización; nos gustaría encontrar fórmulas casi mágicas para cambiar las cosas, una especie de manual de primeros auxilios en estos momentos de dificultad; exploramos nuevos modos de evangelización.

Pero sabemos a la vez, que no existen caminos fáciles, ni atajos cómodos, cursillos para aprender a ser un eficaz apóstol en 30 días. No, no existe redención sin cruz, y hay que ser consciente de que a nosotros toca sembrar y regar, y labrar y abonar, a la espera confiada de que Dios dé el incremento. Nos da seguridad en la empresa el saber que Dios estará con nosotros hasta el final de los tiempos. Es lo que nos permite no dar espacio al desaliento, no rendirnos a la comodidad del “no hay nada que hacer”, ni acudir al recurso fácil de la dificultad del momento, que hace bajar los brazos.

Es tiempo de fiarse en serio de la palabra del Señor que nos invita a ser sal y luz. Lámparas puestas en lo alto del candelero, a la vista de todos, en medio de las tinieblas y de la confusión, de las dudas e incertidumbres, para dar a las gentes alejadas la luz de Dios, y confirmar a tantas gente buena, honrada, recta, en su camino hacia Él. Lo que está en nuestras manos, con la gracia de Dios, es el empeño porque brille la luz de Dios en nuestras vidas. Avivemos cada día esa lumbre en nuestras almas, procuremos llevar vida cristiana exigente, como la de Juan de Ávila: dio muchos frutos entonces, los seguirá dando. No ocultemos vergonzosamente la luz debajo del celemín, el celemín de la mediocridad, del aburguesamiento, del adocenamiento. Hombres de esperanza, optimistas, ¡está con nosotros hasta el último día! ¡Brega con nosotros! No es solo el timonel de la barca de la Iglesia; ¡rema codo a codo con nosotros!

Mirémonos en nuestro santo Patrono, corazón de fuego y de carne mortificada, que no hay redención sin sangre derramada; hombre de oración antes incluso que predicador; avivador de inquietudes de más alta santidad; vehemente en su celo por las almas, guía sabio de grandes santos y maestros de espíritu, “sin temor por las aristas de la verdad”, incómodo para los espíritus acomodaticios. Maestro Ávila, ilumínanos con tu doctrina, guíanos con el ejemplo de tu vida, renueva nuestro celo con el amor a Dios y al prójimo, y que, como pedimos en el Oficio divino, haz que nunca falten a tu Iglesia ministros que nos guíen por las sendas de una vida santa. Amén.

 

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