Homilía del Sr. Obispo en la fiesta de nuestro Patrono San Julián

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Queridos sacerdotes concelebrantes, autoridades, queridos fieles todos:

Este año celebramos la fiesta de nuestro Patrono San Julián en unas circunstancias especiales que nos obligan a hacerlo poniendo especial cuidado en observar las medidas dictadas por las autoridades sanitarias. Por eso, aunque no solo por ello, es una celebración teñida de cierta nostalgia, dominada por la sensación de ausencia de quienes otros años nos han acompañado, y entristecida por el dolor de tantas personas amigas y de familias muy cercanas. Quiera el Señor, así lo pedimos hoy por la intercesión de san Julián, nuestro Patrono, que pase este difícil tiempo y pronto todos podamos tener a disposición remedios eficaces para vencer la pandemia.

El Concilio Vaticano II nos enseñó a los cristianos, y a cuantos quieren dejarse iluminar por la luz de sus enseñanzas, que hemos de saber interpretar las señales de los tiempos. Dios Nuestro Señor acompaña a los hombres en la historia y nos habla de numerosas maneras: con hechos y con palabras, en los acontecimientos, a través de las personas, por medio de hombres sabios, de los padres y maestros; habla de manera particular en el interior de cada uno, en la propia conciencia; y habla, sobre todo, por medio de Jesucristo que es su Palabra, recogida en el Evangelio y trasmitida por la Iglesia.

Dios habla a los hombres, aunque nosotros no siempre escuchemos su Palabra, distraídos como estamos en mil ocupaciones, ensordecidos por tantos y tan contradictorios discursos, atentos a demasiados reclamos que nos impiden escuchar al Dios que, generalmente, nos  habla no a voces, sino susurrando sus palabras en nuestros oídos. Y o no logramos oírle, o pasamos por alto sus mensajes.

Seguramente somos muchos los que nos hemos preguntado en algún momento por el significado de la pandemia. ¿Es una “palabra” que Dios nos dirige, cuyo significado no alcanzamos a descifrar? ¿O se trata de un fenómeno carente de significado? ¿Simple suceso, acontecimiento vacío de mensaje, de contenido? ¿Nada nos dice y nadie nos hable en él? Pero entonces este, y otros hechos, resultan incomprensibles, y no es razonable hacerse preguntas sobre ellos. Incomprensibles, puesto que solo las “palabras”, los gestos o los signos -también ellos “palabra”-, son trasmisores de significado, y por tanto, interpretables.

¿La pandemia es uno de esos fenómenos que hemos de renunciar a leer, a interpretar? No, desde luego; de hecho, son muchas las personas que han leído y descubierto significados, de mayor o menos calado, en esta realidad que nos anonada, que nos desconcierta y nos llena de sorpresa, al no tener en nuestras manos dominarla a voluntad. Pero esto constituye, quizás, una primera enseñanza: estamos lejos de ser señores, sin más, del universo. Las cosas no ocurren porque así las queramos, suceden a veces en contra de nuestra voluntad. Son muchas las realidades que nos anonadan, que nos humillan, que doblegan el orgullo y la soberbia de los hombres que una y otra vez piensan poder construir torres de Babel que les hacen creer que poseen un poder absoluto; que puede realmente llegar a ser como Dios. Pero esta es la gran mentira que resuena desde los orígenes del mundo y está en la raíz de todo pecado. El hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, sucumbe fácilmente a la tentación de creerse Dios, de hacer de su voluntad ley; se engaña con la ilusión de que todo está bajo sus pies, y olvida la sencilla verdad que Pablo nos recuerda crudamente: nada tienes que no hayas recibido; y entonces, qué razón hay para tanto orgullo, como si nadie te lo hubiera dado (cfr. 1 Cor 4, 7).

Este es el significado que muchos han descubierto en la pandemia entendida como “palabra” que nos es dicha, como mensaje que hemos de saber descifrar: una llamada a la humildad, un redescubrimiento de nuestra fragilidad, de nuestra condición de creaturas que nos lleva la adoración, al reconocimiento de alguien que está por encima de nosotros, de una Sabiduría que no es humana y que “conoce y entiende todas las cosas”, la Sabiduría de quien las ha hecho todas y conoce por tanto su verdad.

¿Será un castigo de Dios? ¿Es ese el significado de la pandemia? No sería prudente dar una respuesta demasiado rápida. Necesitaríamos un profeta que supiera leer con certeza y descubrir el significado de este fenómeno. No todos admiten ciertamente que se trate de algo que tiene un significado para nosotros; una palabra que Dios dirige al mundo. Pero para un cristiano resulta difícil olvidar lo que Jesús dice a todos: “Cuando veis subir una nube por el poniente decís enseguida: Va a caer un aguacero. Cuando sopla el sur decís: Va a hacer bochorno, y sucede. Hipócritas, concluye, sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, pues ¿cómo no sabéis interpretar el tiempo presente?” (Lc 12, 54-57).

Pero que nadie piense en un Dios vengador, justiciero, rencoroso o resentido; para ello basta recordar las solemnes palabras de Jesús: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10, 10), o las que Dios pone en boca del profeta Ezequiel: “Yo no me complazco en la muerte del malvado, sino en que se convierta y viva” (33, 11). Por su parte, la carta a los Hebreos, citando el libro de los Proverbios (3, 11-12), explica con gran exactitud el modo de proceder, duro a veces, de Dios con los hombres: “Hijo mío, no rechaces la corrección del Señor ni te desanimes por su reprensión; porque el Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos (…) Dios os trata como hijos, pues ¿qué padre no corrige a sus hijos?” (12, 5-8). El término griego paideía significa a la vez educación, instrucción, corrección o castigo. Para la Escritura, lo que los hombres llamamos castigo de Dios es en realidad ejercicio privilegiado de la paternidad divina. Qué lejos está este modo de pensar del habitual hoy entre nosotros, donde cualquier castigo tiene un sentido negativo y es visto como una modalidad de la venganza o un instrumento para descargar nuestra ira. En el caso de Dios no es así. La razón, el logos, de la corrección divina es bien distinto. Lo señala con precisión el libro del Apocalipsis: “Yo a los que amo, los reprendo y corrijo. Se pues ferviente y arrepiéntete” (3, 19). La reprensión, corrección o castigo de Dios tiene su causa y razón de ser en el amor: a los que amo, dice, Dios, los reprendo, para su bien, para que se conviertan. Es lo que de otro modo dice el Evangelio al hablar de la vid y los sarmientos: el labrador la poda, la castiga, la hiere, podríamos decir, para que dé fruto, más fruto aun (cfr. Jn 15, 2). La corrección es, pues, un signo del amor de Dios que mediante el castigo mueve a la conversión; busca solo el bien del hombre.

A través de las circunstancias actuales, Dios nos llama a la conversión. Sería una lectura completamente inadecuada de las mismas pensar que las víctimas son culpables de pecado y que quienes no padecen la pandemia son, por el contrario, inocentes. Que nuestra sociedad, no solo cada uno de nosotros, necesita una honda conversión a la que nos invitan las actuales circunstancias, arroja un rayo de luz en la obscuridad de estos momentos.

A San Julián acudimos para que nos alcance de Dios nuestro Señor la luz que ilumine el misterio del sufrimiento humano, y para que como Patrono de nuestra diócesis interceda por nosotros por nosotros y nos libre del mal que nos amenaza. Amén.

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