Queridos hermanos sacerdotes:
De nuevo nos reunimos en esta fecha para celebrar juntos, como presbiterio diocesano, la fiesta del Patrono del clero español. Es bueno renovar el sentido de pertenencia, de pertenencia a la comunión católica, a la propia diócesis, al ordo sacerdotalis, en el que somos y vivimos la Iglesia, en el que desarrollamos la misión común de anunciar la Buena Nueva del Evangelio. Es bueno profundizar en los lazos sacramentales que nos unen y gozar y crecer en la amistad que los tiene como raíz. Es bueno vivir un sano “espíritu de cuerpo” sintiéndonos miembros de un “orden”, fomentando la unidad, el afecto mutuo, el sacrifico en la mutua ayuda, pasando por encima incluso de las legítimas diferencias que no pueden ser nunca un motivo de indiferencia o desinterés. Hoy tenemos presentes de manera particular a quienes conmemoran los 25 o cincuenta años de sacerdocio y nos unimos en oración al Señor pidiendo por la intercesión de san Juan de Ávila la salud para nuestro hermano José Javier.
Juan de Ávila, manchego de Almodóvar del Campo, de familia de cristianos nuevos, estudiante de Derecho y Teología en las prestigiosas universidades de Salamanca y Alcalá, sacerdote desde 1525. Hombre de corazón ardiente, fervoroso, vehemente, mortificado y exigente consigo mismo: apóstol invadido por el celo por las almas y la gloria de Dios, encendió inquietudes de santidad en los hombres y mujeres, muchos, que encontró en su peregrinar terreno, dando igual que se tratara de laicos, de clérigos o de religiosos, de hombres o de mujeres. Bien lo refleja el himno que lo aclama como apóstol de Andalucía abrasado en un celo ardiente, lleno del afán de predicar a Cristo.
Celo por las almas, celo verdadero, auténtico, por hacer llegar la luz del Evangelio a todas los hombres y mujeres, por acercarlos a las fuentes de agua viva. Hace unas semanas, el Santo Padre Francisco hablaba del celo evangélico en una de las audiencias de los miércoles. Nos advertía, en primer lugar, de que puede haber un “celo distorsionado, orientado en una dirección equivocada”, mal orientada, y veía un ejemplo de esa actitud en el mismo Pablo en sus tiempos de celoso perseguidor de los cristianos. Se obstinaba en la observancia de normas humanas y obsoletas y no era capaz de ver la belleza liberadora de la novedad cristiana. Un celo parecido al de los hermanos Santiago y Juan que querían hacer bajar fuego del cielo sobre los samaritanos que no quisieron recibir a Jesús y a sus discípulos.
El Papa hablaba después del celo definiéndolo como prontitud para propagar el Evangelio; celo que es viveza, disposición despierta, diligente, es decir, amorosa, acompañada de ingenio para acometer la misión. La prontitud con que María se encaminó a casa de su prima Isabel apenas tomó conocimiento de su estado. Esa prontitud no es alocamiento, actividad sin orden ni fundamento, afán de hacer cosas; es la viveza con que se acomete una tarea, fruto del cariño, del amor de Dios en nuestro caso, que pone en vibración todas las propias energías y saber hacer. El celo o la prontitud de que habla el Papa Francisco es iniciativa, creatividad, imaginación en la búsqueda de nuevos caminos; es poner ilusión en lo que se hace; superación de la tentación de una fácil y cansina repetitividad sin alma. No es solo ni principalmente cuestión de técnicas o métodos, es cuestión de fe y de amor. La que llevó a María Magdalena y a las demás mujeres a abandonar el sepulcro y convertirse en las primeras pregoneras de la Resurrección, y a los discípulos de Emaús a volver al cenáculo apenas descubrieron la identidad del caminante compañero de viaje. Es imprescindible recuperar o avivar un espíritu evangelizador alegre, optimista, confiado, atrevido, que no se echa atrás o frena su marcha ante las dificultades que no faltan: el cansancio que acompaña a todo esfuerzo, el desánimo que amenaza cuando los resultados no corresponden al empeño puesto, el aburguesamiento de quien se conforma con lo logrado, el acomodamiento al ritmo cansino de quien hace sí, pero no vibra. Los grandes santos, Juan de Ávila, han sido hombres y mujeres ardientes, apasionados, aunque las manifestaciones de ese espíritu hayan sido muy distintas. También de ellos se podía decir, como los discípulos pensaron de Jesús que arrojaba del templo a mercaderes y vendedores: “el celo de tu casa me devora” (Jn 2, 17). Hay cosas, queridos hermanos, que reclaman ardor, fuego, entusiasmo: la evangelización es una de ellas. Lo dice muy bien el Papa al recordar que la palabra prontitud, usada por Pablo como sinónimo de celo, es lo contrario de la dejadez e incompatible con el amor.
¿Y el medio para mantener vivo y activo el celo, la prontitud para propagar el Evangelio? Nos lo ofrece el salmista cuando dice: “Y en mi oración se enciende, se aviva, el fuego” (Sal 38, 4). Es en el diálogo con el Señor en la oración litúrgica, pública, comunitaria, o el que tiene lugar en la intimidad silenciosa de la oración a tú a tú con Dios. Oración, espíritu de oración que busca el diálogo con el Señor a lo largo del día, tomando pie de cualquier circunstancia para alabar, dar gracias, pedir perdón, interceder ante el Señor por las múltiples necesidades de los hombres. Oración que necesita de momentos diarios, en tiempos bien determinados. Oración como necesidad el alma, como oxigeno purificador, como solaz en las preocupaciones y cansancios, válvula de escape de nuestros mejores deseos, pero también, como tarea pastoral indispensable. Sin esa oración el alma pierde fuelle, deja de vibrar con la intensidad necesaria, y la pastoral es obra humana y no actividad divina que Dios realiza a través nuestro. Lo hacía presente muy bien la primera lectura dela Misa de ayer tomada del libro de los Hechos donde se nos cuenta el primer viaje apostólico de Pablo: “Predicaron en Perge, bajaron a Atalía y allí se embarcaron para Antioquía, de donde los habían enviado, con la gracia de Dios, a la misión que acababan de cumplir”. Oración personal y Liturgia de las Horas, cada día, sin ceder a excusas más o menos razonables. Si quieres mantener el paso y el fuego del Espíritu, oración cada día, a hora fija si es posible, oración generosa, recogida. Nos volverá a encender cada día, nos permitirá ser sarmientos bien unidos a la Vid que es Cristo nuestro Señor, para que, como dice el Apóstol: “la gente solo vea en nosotros servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (1 Co 4, 1). Lo necesita. De otras cosas ya tiene abundancia.
Volvemos, para terminar, a nuestro Patrono San Juan de Ávila para pedirle con las palabras del himno que cantaremos en su honor, que nos alcance de Dios nuestro Señor su afán de predicar a Cristo, su amor a la Iglesia y las almas, y que el fuego divino de Pablo vaya prendido en nuestra palabra. Amén