Queridos hermanos:
La figura de San José, Patrono de la Iglesia universal, patrono de las vocaciones y, sobre todo esposo de María y padre nutricio, padre legal, de nuestro señor Jesucristo, evoca fácilmente las palabras del libro de los Proverbios (28,20): “El varón fiel será alabado grandemente y el custodio de su Señor será glorificado”. No creo que de ningún otro se puedan decir estas palabras con más razón que de San José. En la oración “colecta” nos hemos dirigido a Dios como aquel “que confió los primeros misterios de la salvación de los hombres a la fiel custodia de San Jose”, y lo hemos hecho para pedirle que, por su intercesión, conserve fielmente esos misterios y los lleve a plenitud en su misión salvadora.
Entre las muchas virtudes del Santo Patriarca destaca sin duda su fidelidad, virtud que tiene mucho que ver con la nobleza, la honestidad, la lealtad. Fiel es la persona incapaz de traicionar a otro que confía en ella; la que acepta y cumple su palabra. Puedes fiarte de ella y confiar, abandonarte en ella, dejar de preocuparte, porque sabes que no te falla. José, según esto, es el hombre que nunca falló a Dios. “Cuando José se despertó, hemos leído en el Evangelio, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y acogió a su mujer” (Mt 1, 24). Y no le debió resultar fácil en absoluto. Se fio del Señor que le hacía conocer su voluntad por una vía poco común. Se fio, aunque su primera decisión al conocer que Maria, con quien estaba desposado, esperaba un hijo por obra de Espíritu Santo, fue la de repudiarla en secreto. Lo que pone en evidencia que se trataba de un hombre justo, pues no quería causar ningún mal a María; ni siquiera se le pasaba la cabeza deshonrarla. Un hombre fiel, José. Un hombre leal, bueno, justo.
Podemos decir que José no decepcionó a Dios ni en ese momento, ni en ningún otro; no lo hizo cuando tuvo que ir a Belén para el empadronamiento, obedeciendo al edicto del Emperador; ni cuando debió huir a Egipto para escapar de Pilatos que quería matar al Niño; ni cuando hubo de regresar y establecerse en Nazaret. No le falló a Dios. Y lo hizo con la sencillez, con la naturalidad que fueron señal de identidad de su vida. Fiel a lo que Dios le pidió; fiel sin necesidad de palabras, limitándose a cumplir lo que Dios le requería, sin grandes gestos, sin refugiarse en las dificultades y poner por delante los obstáculos; sin ostentar méritos después. “Hizo lo que le había mandado el ángel”. Bella, necesaria, virtud la fidelidad: que se pueda saber que no fallarás. Que Dios pueda decir de ti: este, tú, no me falla. Con su gracia claro. Fidelidad y sencillez, sin dárselas de nada. Un siervo bueno y fiel. Como José.
Queridos Moisés, Pablo, Álvaro y Ramón, vais a recibir los ministerios laicales del acolitado, Moisés, y del lectorado, en el caso de los otros tres. Se trata de ministerios, de servicios que, como bien sabéis, no dicen relación directa o inmediata al sacerdocio ordenado, pues no están reservados a los candidatos al sacramento del Orden. Pero en vuestro caso os preparan, podríamos decir, para él. Quedáis instituidos, en efecto para el servicio del Altar y de la Palabra. Moisés, como acólito, ayudarás al diácono y prestarás tu servicio al sacerdote en las acciones litúrgicas, sobre todo en la Misa, a cuya celebración se destina principalmente el ministerio del Acólito. A ser instituido como tal te corresponde distribuir la Comunión en calidad de ministro extraordinario, y en circunstancias también extraordinarias se te encomienda la exposición pública de la Sagrada Eucaristía para la adoración del pueblo cristiano, así como su reserva, aunque sin impartir la bendición con el Santísimo Sacramento. Es parte también de tu tarea, como precisa el Ceremonial de los Obispos el cuidado del altar, que representa a Cristo y en él que se actualiza en los signos sagrados el sacrifico de la Cruz; el altar es además la mesa del Señor a la que el Pueblo de Dios es convocado, y es el centro de la acción de gracias que se realiza por la Eucaristía. Cuídalo, cuida su debido ornato, sencillo pero expresivo de lo que el altar significa; cuida de que este oportunamente cubierto por los manteles según prescriben las normas litúrgicas. Reveréncialo con piedad, bésalo como al mismo Cristo. Cuidando del altar te prepararás para tratar con fe y con la debida reverencia el sacrosanto misterio de la Eucaristía que es el verdadero tesoro de la Iglesia: la lozanía, vitalidad y fecundidad de la Iglesia se alimentan del amor a la Eucaristía. ¡Trátala bien! ¡Es el mismo Cristo!
Queridos Pablo, Álvaro y Ramón, hoy sois instituidos lectores. Se os confía de manera especial el servicio de la Palabra, su lectura en la asamblea litúrgica, excepto la del Evangelio reservada al diácono. Proclamadla de manera que en seguida se advierta que la hacéis objeto frecuente de meditación y estudio. Que su sola lectura descubra ya a los demás su sentido más inmediato. Para eso meditadla a diario antes de proclamarla, que alimente vuestra oración cada día, e ilumine con la luz de su verdad toda vuestra existencia. No admitáis que, por dejadez o descuido en su debida preparación, vuestra proclamación de la Palabra de Dios dificulte o impida su comprensión. ¡No proclamáis cualquier cosa, sino la Palabra del mismo Dios!; anunciáis al mismo Cristo, Palabra viviente. Hacedla inteligible porque habéis percibido su sentido, leedla con sencillez y piedad al mismo tiempo, para que mueva los corazones de los fieles; veneradla como fuente de vida cristiana.
Además de proclamar las lecturas de la Sagrada Escritura se os encomienda en un acto de gran confianza la tarea de preparar a niños y adultos en la fe, y para recibir dignamente los sacramentos.
A San José le fue confiada la misión de cuidar de Jesús, hijo de Dios nacido de María Virgen. A vosotros se os confía, como Lectores y Acolito, la tarea servir al altar prestando vuestra ayuda al sacerdote y al diácono, y la de proclamar su Palabra. Cumplidla con celo, mimo y esmero, semejantes a los que usó el Santo Patriarca en su trato con Jesús y María, de manera que también vosotros merezcáis el título de siervos buenos y fieles.
Acudid a San José, lo hacemos con vosotros, y pedid con las palabras de San Bernardino de Siena que recoge el Oficio de Lecturas de hoy: “Acuérdate de nosotros, bienaventurado José, e intercede con tu oración ante aquel que pasaba por hijo tuyo; intercede también por nosotros ante la Virgen, tu esposa, madre de aquel que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos. Amén
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