Homilía del Sr. Obispo en la Misa de acción de gracias por sus Bodas de oro sacerdotales

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Queridos sacerdotes concelebrantes, familiares, religiosas, seminaristas, fieles todos que habéis querido uniros a mi acción de gracias en este día en que se cumplen 50 años de mi ordenación sacerdotal en el seminario de la diócesis de Calahorra y La Calzada-Logroño. Un recuerdo muy particular para los dos sacerdotes, ya fallecidos, que se ordenaron conmigo y que hoy, así lo espero, gozan ya de Dios para siempre. Recuerdo que extiendo al S.E. Obispo que me ordenó, S.E. Mons. Abilio del Campo y de la Bárcena, a mis padres y hermanos, a las personas que me encaminaron al sacerdocio y a tantos muy queridos sacerdotes a quienes me unen entrañables lazos de amistad.

Todos los días, absolutamente todos, son propicios para dar gracias a Dios por el sublime y misterioso don del sacerdocio. Sublime porque es extraordinariamente bello y produce enorme y profunda conmoción de alma. Ya por el Bautismo todos los fieles cristianos hemos sido hechos partícipes del sacerdocio de Cristo y hemos sido llamados a compartir sus sentimientos, su afán de almas y su entrega redentora, su sacrificio por la salvación de todos los hombres. Esta es la misión que todos los cristianos, sin distinción, recibimos en el Bautismo: colaborar con Cristo en la redención de las almas. Es una tarea divina, la misma que confió Dios Padre a su Hijo hecho hombre. El Bautismo nos habilita para ofrecer el sacrificio de nuestra propia vida en obediencia al Padre, unido al sacrificio de Cristo para la salvación de todos. ¡Cristianos, corredentores con Cristo con el propio sacrificio! Esa es nuestra dignidad y tarea.

Con la ordenación sacerdotal, la ordenación sagrada –sólo Dios “hace” sacerdotes-, participamos de una manera nueva en el sacerdocio de Cristo, actuando en su persona, de manera que, por la ordenación sacerdotal podemos decir con toda verdad: “Esto es mi Cuerpo, esto es mi Sangre, Yo te absuelvo”. La teología católica usa un verbo que, en sentido pleno, solo se usa en este contexto. En efecto, se dice, que el sacerdote impersona a Cristo. Hay una sublime identificación del sacerdote con Cristo. Asumimos como una personalidad añadida que se confunde, a la vez, con “la de origen”. Es un caso único. Actuamos no solo en el nombre de otro, de manera que la diferencia personal con este otro se mantiene clara, neta, como en el caso de un embajador que actúa en nombre de su gobierno o del Jefe del Estado ante otras personas. En el caso del sacerdote, al celebrar la Eucaristía o dar la absolución,  es el mismo Cristo. Por eso, en el Prefacio de este Misa la Iglesia da gracias a Dios porque “constituiste, dice, a tu Unigénito pontífice de la alianza nueva y eterna, por la unción del Espíritu Santo, y determinaste, en tu designio salvífico, perpetuar en la Iglesia tu único sacerdocio”. Esta es la dignidad y la responsabilidad del sacerdote; y al mismo tiempo la razón de la humildad con que debe ser vivido: el poder del sacerdote es recibido con la ordenación sacerdotal, y no es para el propio beneficio, sino para bien de toda la Iglesia. También como es lógico para el bien propio. Pero es un don para el servicio del pueblo de Dios.

Un don sublime y a la vez algo misterioso que no acabamos de captar en toda su hondura y significado, por más que, una y otra vez, lo hagamos objeto de nuestra reflexión y de nuestra meditación, si bien siempre que hacemos así recibimos nuevas luces de Dios que acrecen la admiración por la gracia recibida.

Por eso, el primer movimiento del alma en un día como hoy es la acción de gracias a Dios nuestro Señor por el sublime y misterioso don recibido. Acción de gracias que se extiende a todas aquellas personas que Dios puso en nuestro camino hasta llegar al sacerdocio, personas muy queridas que cada uno conoce bien y cuya memoria nunca se obscurece. Todas ellas, repito, están presentes en este momento y a todas tributo un recuerdo de agradecimiento y de gran afecto.

Al detenerme haciendo memoria del don recibido, brota en mi conciencia, sereno pero vivaz, el reconocimiento de tantas incoherencias a lo largo de los años, que reclaman una vez más la petición de perdón, la misericordia de nuestro buen Señor. Y junto a ello la petición de nuevas gracias de renovación, para una mayor y más generosa fidelidad a Dios, y para un mejor servicio a todas las almas, de manera particular a las de esta Iglesia particular de Cuenca. Lo pedimos con las mismas palabras que pronunció el Obispo ordenante al imponer sus manos sobre mi cabeza: “Te pedimos, Padre todopoderoso, que confieras a estos siervo tuyo la dignidad del presbiterado; renueva en su corazón el Espíritu de santidad; reciba de ti el segundo grado el ministerio sacerdotal y sea, con su conducta, ejemplo de vida”.

Fidelidad al Señor y servicio a las almas son dos realidades solo en parte distintas, ya que no pueden darse sin que la una favorezca y acreciente la otra. Por eso, la oración “colecta” que hemos rezado inicia diciendo: “Oh Dios, que para gloria tuya y salvación del género humano…” ¡Gloria de Dios y salvación de las almas! en unidad inescindible. En el mismo sentido el Prefacio de la Misa reza: “Tus sacerdotes, Señor, al entregar su vida por ti y por la salvación de los hermanos”; gloria de Dios y salvación de las almas. Aquí está el centro que da unidad a la vida del sacerdote por variadas que sean sus tarea y ocupaciones; sobre ese centro y fundamento se va edificando en Cristo, tanto quien ha recibido el sacerdocio común como quien ha sido beneficiado con el sacerdocio ministerial. Se nos pide, pues, docilidad a las mociones e inspiraciones del Espíritu Santo; entrega sin reservas al ministerio sacerdotal de la Palabra, los Sacramentos y el pastoreo del pueblo cristiano.

Por eso la celebración eucarística constituye el centro de la vida cristiana, el corazón de la Iglesia, de cada fiel cristiano y de todo sacerdote que quiera vivir como tal. En ella se nos recuerda y se nos invita a ofrecer la propia existencia, como hizo Cristo, Sumo y eterno sacerdote, en sacrificio de obediencia al Padre y en bien de nuestros hermanos los hombres.

En manos de la Ssma. Virgen, Madre de la Iglesia y Madre de los sacerdotes, depositamos nuestra vida llenos de confianza. A San José esposo de María, padre legal y fiel custodio de Jesús pedimos que interceda por nosotros para que, a imitación suya, todos los sacerdotes seamos siervos buenos y fieles, y en su compañía podamos gozar de Dios para siempre Amén.

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