Queridos hermanos,
Hemos comenzado esta celebración recordando que somos el Pueblo Santo de Dios, la Iglesia, lavada, purificada, santificada en la Sangre del Cordero, que el Señor se ha escogido para llevar la salvación a todos los hombres e instaurar su reino ya en este mundo. Con esta solemne celebración de la Eucaristía damos inicio a la fase diocesana del Sínodo de los Obispos que tendrá su momento culminante en octubre de 2023. Todo el camino sinodal tiene como fin afincar sólidamente en nuestra conciencia personal y eclesial la convicción de que todos formamos un solo cuerpo que tiene como Cabeza a Jesucristo, nuestro Señor; un pueblo de hijos de Dios que camina conducido por el nuevo Moisés por todos los senderos de la tierra, con la fuerza del Espíritu de Dios que derrama abundantemente sus dones sobre él, y que tiene como meta la tierra prometida, la Jerusalén celestial.
El Evangelio nos ha presentado la escena, tan humana, en las que los hijos del Zebedeo, Santiago y Juan, dos de los tres discípulos que podríamos decir predilectos de Jesús, le piden los primeros puestos en su Reino. La respuesta de Jesús se antoja bien lejana a sus intereses, al anunciarles que los hará partícipes de su destino, es decir, que, como Él, derramarán su sangre como testimonio de amor fiel hasta la muerte, y serán bautizados en su misma muerte y resurrección. Les anuncia un futuro que no entraba en sus planes y que no podían siquiera soñar: que serían sus testigos hasta los confines del orbe, que derramarían su sangre por Él y que, de ese modo, se sentarían un día sobre tronos en el Reino. Jesús les anuncia que, en el nuevo Pueblo de Dios, en su Reino, los más grandes serán aquellos que mejor hayan servido; que los más felices, o sea, los más amados, serán aquellos que más hayan amado: los que hayan dado la vida en servicio de Dios y de los hermanos. Dominar, avasallar, prevalecer sobre los demás, ser servido, o bien, servir, darse, entregarse, donarse: son las dos direcciones, alternativas, que, en última instancia, puede tomar nuestra vida. O la búsqueda del propio yo como supremo interés, o Dios y los demás como norte de la existencia.
En este tiempo de preparación para la asamblea del Sínodo de los Obispos, el Papa desea que se ponga de relieve, también de modo visible y práctico, el carácter sinodal de la Iglesia; que recordemos que el pronombre que prevalece en la Iglesia es “nosotros”, sin que eso signifique diluir el yo de cada uno en una masa amorfa. Cada uno somos parte de un yo más amplio, más rico, más fuerte: la Iglesia, la esposa de Cristo, una y variadísima a la vez. Que fuera del nosotros, aislado de los demás, el propio yo se cosifica, pierde carácter personal, al cortarse sus relaciones, soltarse los nudos y deshilacharse el tejido que mantiene unidos los hilos. La Iglesia, como la familia y la persona está hecha también a imagen de la Trinidad: en ella la verdad y la ley es la de la unidad más estrecha que nos garantiza ser lo que somos, junto con la variedad que enriquece y embellece la unidad: un solo Señor, una sola fe, un solo Bautismo, un solo Dios y Padre (cfr. Ef 4, 5-7), un solo corazón y una sola alma (Hch 4, 32).
Hemos sido llamados a formar el nuevo y único Pueblo de Dios, y hemos recibido la misma llamada a la plenitud de la vida cristiana. Todos, laicos, religiosos, sacerdotes, hombres y mujeres de cualquier estado, condición, trabajo y oficio, sean cuales sean las circunstancias concretas de nuestras vidas, todos llamados a vivir la vida de Cristo, justa, prudente, llena de fortaleza y templanza, animada por igual fe, idéntica esperanza y la misma caridad, el amor a Dios y al prójimo. La misma vida de Cristo, la vida de Dios, la gracia, encarnada en las personalidades más diversas y los temperamentos más dispares. El reto que el Sínodo plantea a toda la Iglesia, es decir, a cada uno de los cristianos, es el de tomar conciencia de la propia identidad de cristianos; dejarnos deslumbrar por la maravilla de la vida nueva que se nos ha regalado en el Bautismo, y debe desarrollarse y crecer hasta la medida del hombre perfecto; escuchar la llamada personal que Dios dirige a cada uno; tomar conciencia de que nuestra nueva condición exige un modo de vida coherente; que no podemos limitar nuestro ser cristianos a unas pocas, o muchas, prácticas de piedad, sino que se nos pide vivir como cristianos en todas las circunstancias de nuestras vidas; a vivir vida sobrenatural que se encarna en el género de vida humana propio de cada uno; una vida coherente con la fe que haga presente a Cristo y a la Iglesia allí donde estemos y trabajemos: que vuestra mesura la conozca todo el mundo, dice el Apóstol a los fieles de Filipos (4, 5), vuestra mesura, es decir, vuestro espíritu de paz, de comprensión, de perdón de escusa, de justicia; vuestra mesura, es decir, vuestra amistad, vuestra alegría, vuestro optimismo, vuestro espíritu de trabajo, vuestra sinceridad y amor a la verdad; vuestra mesura, o sea, vuestro interés por los demás, vuestro amor por los que más necesitan de amor, de cuidados, de atención, de cariño, de ayuda. Al final, el distintivo de los cristianos es el amor, la nota característica de nuestra vida, lo que nos delata como tales. Si procuramos vivir como cristianos, conscientes de nuestros pecados y de la necesidad de perdón, nos sentiremos la Iglesia, llevaremos a Cristo con nosotros y la Iglesia estará en medio de todo tipo de gentes y de ambientes; estará entre los alejados, entre quienes apenas tienen fe, la han perdido o no han gozado nunca de ella; la Iglesia estará en las periferias y entre los descartados, en medio de los hombres. Podremos decir con Tertuliano: “Somos de ayer y lo llenamos todo” y llevaremos con nosotros, a todas partes, la luz de la fe y el calor de la caridad cristiana.
¿Dónde de está el punto decisivo? En acoger la llamada que el Señor hace a todos para que seamos santos como el Padre celestial es santo; para que seamos discípulos entusiastas, fieles seguidores de aquel que se entregó a la muerte por cada uno.
Llenos de alegría por la vocación recibida, decididos a vivirla en la situación personal de cada uno, estaremos ya cumpliendo el encargo que Jesús nos dio de predicar el evangelio a todas las gentes, con nuestra vida, con nuestro comportamiento. Si vivimos como cristianos estaremos ya acercando a Jesús a quienes conviven o trabajan, se divierten o hacen deporte con nosotros, a nuestros amigos y parientes, porque se preguntarán necesariamente por la paz, la alegría y la caridad que irradias. Lo importante es que somos hijos de Dios, otros cristos, miembros del Cuerpo de Cristo, con su misma vida y misión. Esa misma vida y misión la participamos, “la existimos” como laicos, religiosos o sacerdotes.
Como cristiano nos sentiremos miembros del Cuerpo de Cristo, hermanos de todos aquellos que tienen la misma fe…, y también de los que no la tienen. Y comprenderemos que la misión de la Iglesia es nuestra misión, la de cada uno y la de todos, porque somos la Iglesia. Experimentaremos que ninguna de sus tareas nos es ajena: nos daremos cuenta y nos asombrará saber que, por el sacerdocio común que tenemos como bautizado, podemos santificar a los demás con la oración y el sacrifico; que debemos llevar la doctrina de Cristo a otros formándonos bien antes y que, por eso, la propia formación no es algo opcional, que depende de la buena voluntad; que la catequesis es tarea nuestra; que la celebración de la Eucaristía es celebración de la Iglesia, de cada uno según su condición… Nuestra vida es ministerial, está al servicio de esa vida y tarea común. Cada cual la sirve según su peculiar vocación.
La Iglesia como pueblo de Dios en marcha habla de comunión, de estrechar vínculos, de amar la unidad que abraza la variedad de dones y carismas, de vocaciones y misiones, que amamos y respetamos como propios; habla de participación de todos en lo que es de todos: que todos sean uno, como pidió el Señor en la Última Cena; misión de la que todos somos gozosamente responsables. Que María, Madre de la Iglesia, nos acompañe en este camino.