Queridos Hermanos de las Cofradías y Hermandades de Cuenca,
Bienvenidos a esta santa iglesia catedral de Cuenca como peregrinos en este Año Santo, Año Jubilar, en el que la Iglesia se hace vehículo de la misericordia de Dios que se nos da con mayor abundancia que de ordinario. Es un tiempo de gracia. Si la acogemos en su significado más hondo, como perdón de nuestros pecados, que reconocemos y de los que nos arrepentimos y confesamos, esa gracia nos justifica, hace justicia dentro de nosotros, nos da la paz con Dios: nuestras deudas, nuestros pecados son condonados, como sucedía en los jubileos del Antiguo Testamento. Las deudas se perdonaban, las cuentas se ponían a cero, se restablecía la paz social y se comenzaba un tiempo nuevo.
Cada 50 años se hacía sonar el gran cuerno del carnero, el “Yobel”, marcando el momento de regresar al orden establecido por Dios; recordaba que los bienes y las relaciones humanas debían ajustarse de nuevo a las leyes de Dios. Era el momento de la reconciliación con Él y con los demás: se saldaban deudas, se rectifican injusticias, las cosas “volvían” a su sitio. Se recreaba el orden establecido por Dios, perdido a causa de la dejadez de los hombres, de su codicia, de su prepotencia, de la explotación de los demás.
Pero la renovada paz social comenzaba por la reconciliación con Dios y el reconocimiento de que la paz y la justicia solo son posibles, en último término, bajo la soberanía superior de Dios. En el Año Jubilar, después de las siete semanas de años, hasta la tierra descansaba para manifestar la confianza absoluta en Dios que el pueblo debía profesar y vivir. El año precedente Dios enviaría su bendición para que la tierra diera suficiente fruto para poder vivir en el año Jubilar y sucesivo.
La pausa que representaba el Año Jubilar recordaba a los israelitas que no eran dueños absolutos de la tierra. Se la había dado el Señor. Ellos eran también, de algún modo extranjeros y peregrinos en aquella tierra, una tierra que debían gestionar con humildad, evitando la injusticia y la explotación de otros israelitas, de los peregrinos y extranjeros.
Durante ese año de descanso, el pueblo de Dios podía reflexionar sobre lo que verdaderamente es importante, sobre lo que vale pena. Era un tiempo para volver a centrarse y vivir según los preceptos del Señor, creando un sistema más justo que limitaba egoísmos que terminaban por producir injusticias. La tierra era la base de la supervivencia y de la estabilidad familiar. De ahí que ese era el momento para redistribuirla. Su propietario no era realmente su dueño, tenía solamente su uso. El propietario era Dios, que cada 50 años aseguraba que las familias pudieran recuperar la propiedad original. Con ello se evitaba la acumulación perpetua de tierras y se corregían los desequilibrios producidos por situaciones de pobreza extrema o de mala fortuna.
Otro aspecto del Jubileo era la liberación de esclavos, que recuperaban la libertad y su dignidad de hombres libres, reestableciéndose la igualdad fundamental entre todos los israelitas.
El Jubileo era pues una experiencia de liberación que hacía presente periódicamente la experiencia de libertad del pueblo en su salida de la esclavitud de Egipto, y alimentaba el sueño de un mundo más justo; de una sociedad que elige el bien común por encima de los particulares; una sociedad en que los valores se imponen al capricho, a la acumulación y al abuso; una sociedad que refleja el rostro compasivo de Dios que perdona nuestros pecados, nos libera de las ataduras de los vicios y pasiones que nos oprimen, disuelve nuestras obsesiones de disfrute, sin fin y sin reglas; de dominio o poder sobre el prójimo; del desmedido deseo de reconocimientos y de admiración por parte de los demás.
Para que ese sueño se haga realidad, necesitamos un corazón nuevo, que hemos de pedir a Dos; un modo nuevo de ver nuestras relaciones con Él, relaciones que deben ser de confianza filial, porque es Creador y Padre de todos; relaciones nuevas con los demás que brotan de un corazón que lleva a amar a los enemigos, a hacer el bien a los que nos aborrecen, a rezar por los nos persiguen y calumnian. Cosas todas ellas imposibles de vivir sin un corazón nuevo, sin una mirada nueva, que nos hace actuar como hijos de Dios, como cristianos que desean ser perfectos como nuestro Padre Dios. Un Dios Padre que ama a los “malos”, no sus maldades ni los pecados que cometen; que ama las “personas” injustas y pecadoras porque son también hijos suyos, cuya muerte no desea, sino que su anhelo es que se conviertan y vivan. ¿Acaso no es esa la gran enseñanza de la parábola del hijo pródigo, el mal hijo, cuya vuelta a casa deseaba con todo el corazón su padre? En esta mañana del Año Jubilar, pidamos, queridos hermanos, tener un corazón de hijo que no desmerezca, al menos demasiado, del padre. Lo pido para vosotros y también para mí. Será el mejor fruto de esta peregrinación jubilar. Que así sea.
