Queridos hermanos:
“No temáis, dice el ángel a los pastores, os anuncio una buena noticia, hoy nos ha nacido un Salvador. El Mesías, el Señor”. Una noticia que sigue inundando el mundo de luz y los corazones de esperanza. Los deseos del pueblo de Dios, y de todos los pueblos, se han cumplido, sin posibilidad alguna de retractación. La Navidad es el sí de Dios a los hombres con el que inaugura la nueva y definitiva alianza entre Dios y la humanidad: una aianza que se realiza en Jesús el Cristo, Dios y hombre.
Las dos primeras Misas del día de Navidad, la de medianoche y la de la aurora, nos han contado en sus Evangelios los hechos, el acontecimiento histórico de la Noche Buena: nos han informado del censo de Augusto, del viaje de Jose y María, de la noche que pasaron bajo un techo precario y en un lugar inhóspito que nos sugiere la referencia a un pesebre. Hemos oído hablar de pastores que cuidan por turnos de su rebaño, y de ángeles que anuncian una buena noticia; y nos han contado de una Madre virgen, joven, muy joven, bellísima, y de un varón también joven y fuerte, bueno donde los haya habido: y en el centro del relato de esos Evangelios el nacimiento de un Niño que su madre, con infinito amor, envuelve en pañales, como solo saben hacer las madres, y tras las muestras de amor lo coloca en un pesebre. Y luego hemos escuchado que los pastores, haciendo caso a las palabras del ángel, han corrido hacia Belén que no debía estar lejos; y han visto todo como habían dicho los ángeles. Y, por fin, hemos oído hablar de ángeles, muchos, que cantaban alegres dando gloria a Dios en los cielos y deseando paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Es la Navidad del Hijo eterno de Dios que nace en la tierra, en el tiempo. Un nacimiento que es por nosotros y para nosotros.
La primera reacción ante estos hechos es la alegría, así lo sugiere la primera lectura del profeta Isaías que invita al pueblo de Israel a cantar porque su liberación del imperio invasor que los ha reducido a pueblo sometido y le ha robado su libertad, está a la puerta; ahora se le anuncia su liberación: ¡romped a cantar, ruinas de Jerusalén!, die el Profeta. Sí, que cante el pueblo, anima; que cante ese pueblo suyo reducido a ruinas, que ha perdido el esplendor del que gozó en el reinado de David. El profeta le anuncia que Dios lo rescatará, lo consolará con la venida del Mesías. Alegría por la liberación que realiza Dios, quien los rescata de la tiranía pagando un gran precio; los libera de las cadenas y paga el precio en persona. Alegría por la liberación.
La segunda lectura de esta Misa insiste en recordarnos quién es el que nos ha redimido: Dios mismo, en Cristo, última y definitiva Palabra del Padre a la humanidad. Palabra recreadora, ya que por el Verbo de Dios fueron creadas todas las cosas. Las creó todas y las recrea ahora, tras haber sido degradas por el pecado. Todas las cosas quedan restauradas en Cristo, renovadas en El, por quien todo fue hecho; por El que es reflejo de la gloria del Padre, impronta de su ser. Nos ha purificado con su sangre, precio de la liberación, y nos ha hecho hijos de Dios. Junto a la alegría, nos debe invadir hoy una gratitud sin fin por lo que este Niño ha hecho por nosotros.
No podemos olvidar las palabras del Evangelio de la Misa de hoy: “Vino a los suyos, pero los suyos no lo recibieron”. Alegría, gratitud, pero acompañada por una sincera petición de perdón por nuestras infidelidades y pecados. Por no abrir de par en par nuestras almas a la salvación que nos llega de lo alto, por el rechazo del amor de Dios, siendo así que Dios quiere liberarnos de las cadenas del egoísmo que esclaviza y llenarlos de su infinito amor de Padre.
A quienes le reciben, a los que creen en Jesús como Hijo de Dios y Salvador de los hombres, les da el poder de llegar a ser hijos de Dios. Es el mayor premio con que podemos ser agraciados en estos santos días: recuperar la conciencia de nuestra condición de hijos de Dios. “De su plenitud, dice San Juan, todos hemos recibido”. ¡Hijos de Dios! No es una verdad solo para ser proclamada, como quien traslada a otros una noticia que no le afecta. No, en Navidad se nos revela nuestra más íntima condición. Hasta entonces los hombres no sabíamos quiénes somos verdaderamente, ignorábamos nuestra realidad más profunda: que somos hijos amadísimos de Dios, quien para que lo fuéramos entregó su propio Hijo a este mundo. Con razón dice el Concilio Vaticano II que en Cristo se le revela al hombre el misterio de Dios, Padre nuestro, y el de la verdad más íntima de su propio ser: ¡hijo de Dios! Ahora ya podemos definir también a Dios como Padre de los hombres, Padre de cada uno de nosotros: una verdad que nos permite reconocernos hermanos al invocar a Dios con una sola voz: Padre nuestro.
Después de la Navidad, nuestras relaciones con Dios no pueden ser las mismas que antes. Ahora sabemos mejor quién es Él y conocemos con mayor plenitud y exactitud el misterio que el hombre encierra: el de su condición de Hijo de Dios, hermano de sangre de Cristo, pues vive de su misma vida de Hijo del Padre.
Os invito a meditar hoy, aunque sean solo unos minutos, las palabras con que termina el Evangelio de esta “Misa del día” en la Navidad: “Y el Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos contemplado su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y bondad”. Qué extrañas nos resultan palabras como odio, guerra, envidias, enfrentamientos, divisiones, opresión, hambre, injusticia, mientras resuenan todavía en nuestros oídos las palabras del ángel: Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buen corazón. Pidamos para nosotros y para todos la paz y la gracia de Dios. Amén.