Homilía del Sr. Obispo en la Misa del Centenario de la Coronación de la Virgen de la Loma de Campillo de Altobuey

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Natividad de la Virgen, 8 de septiembre

Querido D. José Vicente, párroco de este hermoso pueblo de Campillo de Alto Buey, pequeño campo entre colinas, ya en las fértiles tierras de La Manchuela; estimado Sr. Alcalde, autoridades,  campillanos residentes y los que, originarios del pueblo, venís en estos día de fuera cumpliendo una obligación no escrita en lugar alguno, pero grabada en el corazón de cada uno de vosotros: la de postraros en este día a los pies de la pequeña imagen de la Virgen de la Loma, vuestra patrona, a la que honráis como madre y señora del lugar. Vuestra presencia hoy honrando a la Virgen de la Loma, acompañándola en la procesión de regreso, de la “subida” de su imagen desde este convento al templo parroquial, es para todos como un certificado de vuestra condición de campillanos, de hijos de este pueblo, sin diferencias, sin distinciones, que, de existir, quedan atenuadas, si no es que se desaparecen o, al menos, se difuminan delante de su encantadora imagen. Es bello que todos podáis hoy invocarla con una sola voz. ¡Virgen de la Loma, Madre nuestra, ruega por nosotros!

Prometí a vuestro párroco venir en esta fecha para celebrar con vosotros este centenario de la Coronación de la Virgen de la Loma de manos de mi predecesor en esta sede de Cuenca, el beato D. Cruz la Plana, testigo de Cristo hasta la muerte, mártir de nuestra fe cristiana. Lo hago con gusto y me uno a vuestra alegría y a vuestro tributo de amor a la Virgen de la Loma.

Un siglo parece mucho y es poco en la historia de la devoción de este pueblo a la Virgen de La loma, desde aquel día en que, según la tradición, se apareció al buen carretero de paso por el lugar, que la recogió para regalarla a su esposa. Sabéis lo que se cuenta: que la imagen de la Virgen parecía escaparse una y otra vez de la alforja del carretero para volver a donde la había encontrado. Comprendió al fin el buen hombre que debía quedarse en este lugar, donde fue recogida; los campillanos la hicieron cosa suya y construyeron en su honor un santuario.

A quien no lo vive, a quien no siente lo que vosotros sentís, es difícil hacerle comprender el cariño, la devoción de un pueblo a su Patrona, sea cual sea la advocación con que se la conoce y se la honra. No es sencillo entender la emoción que uno siente al oír pronuncia su nombre; no es cosa simple descifrar las lágrimas en los ojos de mujeres y hombres, recios, maduros, lágrimas contenidas unas veces, irreprimibles otras, que brotan al mirar la imagen de alguien a quien tantas veces se ha rezado y a quien muchas veces lo hicieron gentes a las que hemos querido y seguimos amando. No es fácil comprenderlo y menos aún explicarlo con palabras. Pero es así, y no nos arrepentís de que lo sea. Y tendréis, tendremos, debilidades; y no siempre actuaréis como buenos hijos; y mereceréis, con frecuencia quizás, reproches…, pero quererla la queréis. Y confiáis en que su divino Hijo tenga misericordia de vosotros por el amor que tenéis a su Madre.

Pero, queridos hermanos, no podemos hacer de ello una fácil excusa para nuestras perezas infantiles, para nuestras incoherencias en la vida de cada día, para nuestras contradicciones demasiado evidentes a veces, para ese querer nuestro que con frecuencia es más bien un “sin querer”. Ser hijos de tan buena madre como la Virgen obliga, y obliga a mucho, siempre, al menos, a reconocer nuestros errores y pecados, y a pedir, sencilla y humildemente, perdón.

Toda la Iglesia celebra hoy la fiesta de la Natividad de María, el aniversario de su nacimiento. Porque María no es un ángel, ni un ser de no se sabe qué naturaleza. Es una criatura como nosotros, aunque de una dignidad excelsa por ser la Madre de Dios. Pero nació como nacemos todos, vivió en una pequeña aldea, realizó las mismas tareas que sus vecinas, experimentó la belleza única de la maternidad, sufrió por su hijo y con su hijo. Cumplió siempre y en todo la voluntad de Dios, siendo este su mayor título de grandeza. María es la madre de Jesús, pero sobre todo es la que hizo siempre lo que Dios le pedía.

Todos escucháis decir, con más o menos oculta satisfacción que un hijo, una hija, “ha salido a” vosotros, se os parece en el modo de hablar, de caminar, de sonreír. También la Virgen, la Virgen de la Loma, verá con grande agrado que sus hijos campillanos salen a ella, y esto comporta vuestro empeño por cumplir la voluntad de Dios. Basta recordar las palabras de la Virgen a los criados en la escena de las bodas de Caná: “haced lo que él os diga”. Ella hizo la voluntad de Dios y su deseo es que nosotros hagamos como ella, que la imitemos,” que salgamos a ella”. De todas las muestras de devoción a la Virgen esta es, sin ninguna duda, la que más le agrada.

En el Evangelio que la Liturgia de la Iglesia nos propone como uno de los dos que hoy podemos proclamar, aunque esta vez no lo hayamos hecho, se narra la genealogía de Jesús, sus ascendientes, sus raíces, su pertenencia a un pueblo, a una de las doce tribus de Israel, la de Judá, a un clan, a una “casa”. No es un detalle menor, sin interés. Nosotros no somos simplemente unos individuos, unos ejemplares de la raza humana. En lo que cada uno es cuenta, y mucho, su origen, sus padres, sus familiares, el pueblo en el que nacemos y vivimos; todo ello es parte de nuestro yo. Además del nombre que nos identifica, es importante que hemos nacido en Campillo de Alto Buey, en tierras de la Manchuela, de unos padres determinados, en el seno de una familia con unas tradiciones y costumbres propias, con unos maestros concretos, con unos amigos de infancia con nombre propio, etc. Quien no conoce estos particulares, no puede seguramente decir que nos conoce bien.

Pues lo mismo se puede decir de nosotros en cuanto cristianos: somos parte de un pueblo que es la Iglesia, la casa común, el común denominador que nos aúna. Pero además somos deudores de la fe de un lugar concreto, de las devociones heredadas de nuestros padres, del amor a una advocación y a una imagen determinada, de unas costumbres cristianas que son parte de nuestra identidad. Si todo eso fuera de otro modo, no seríamos nosotros mismos. Queridos campillanos, no olvidéis vuestras tradiciones y costumbres, vuestras devociones, vuestro ser de este pueblo, vuestro amor a la Virgen de la Loma: reafirmad vuestra condición; lo hacéis hoy viviendo este momento en honor de la Virgen, llevándola a hombros por las calles del pueblo.

Queridos campillanos, que la Virgen de la Loma os bendiga, que ella cuide de todos, que ella sea una señal de identidad para los hijos de este pueblo, que os acompañe con su ejemplo y ayuda maternal en el camino de la vida, y que, con todos los que os han precedido y los que vendrán después de vosotros, vuestro hijos y nietos, podáis gozar de su bello rostro en la casa del Padre para siempre. Amén.

 

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