Homilía del Sr. Obispo en la Misa del Domingo de Ramos

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Queridos hermanos:

La Semana Santa inicia con la Procesión de Ramos que rememora la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Lo hace entre el batir de palmas y ramos de olivo, símbolo de paz. El Mesías prometido había sido anunciado por el profeta Isaías (9, 5-6) como “príncipe de la paz”: “Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado; lleva a hombros el principado y es su nombre: Maravilla de Consejero, Dios fuerte, Padre de eternidad, Príncipe de la Paz”. Cuando Jesús nace en Belén, una legión de ángeles lo saluda, cantando y alabando a Dios: “Gloria a Dio en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad” (Lc 2, 14). Más tarde, en el solemne momento de la Última Cena de Jesús con sus discípulos, les dice: “La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo” (Jn 14, 27). La paz de Jesús no es, en efecto, la paz del mundo, una paz que en muchas ocasiones es simplemente ausencia de guerra por miedo a su poder destructor, equilibrio de poder entre fuerzas que buscan la supremacía de unas sobre otras, el dominio sobre los demás; otras veces la paz del mundo nos es más que comodidad; cesión fácil ante el pecado que quiere esclavizarnos; paz que no es sino el resultado de la falta de coraje para asumir las propias responsabilidades; paz de muertos, no paz de vivos.

La paz de Jesús no es, sin más, lo contrario de la lucha, de la guerra como dice el mismo Señor: “No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz; no he venido a sembrar paz, repite, sino espada” (Mt 10, 34); y en la secuencia del día de Pascua, la Liturgia de la Iglesia contempla al Resucitado como un soldado victorioso que ha sostenido un duro combate: Lucharon, dice,  en singular batalla y, muerto el que es la vida, triunfante se levanta”.

Es claro que, si Jesús es Príncipe de la Paz no puede estar contra ella y ser, al mismo tiempo promotor de guerras, instigador de enfrentamientos entre los hombres o los pueblos. Lo mismo que la paz que nos da el Señor no es la paz del mundo, de manera semejante la guerra o la espada de que habla no es la guerra tal como el mundo la entiende: enfrentamiento entre adversarios, fruto habitualmente del egoísmo de familias, etnias, pueblos o naciones que pretenden imponerse por la fuerza.

Los cristianos hablamos de lucha ascética, esa suerte de guerra interna, de lucha contra uno mismo, contra las tendencias egoístas que, fruto del pecado, anidan en nosotros; es la lucha sobrenatural contra las malas inclinaciones que todos sentimos; es lucha contra todo aquello que genera desconfianzas, divisiones, luchas armadas entre los hombres. Jesús predica la lucha por la virtud sobre la que se asienta la paz, la auténtica paz social que solo es posible cuando abundan los viri boni, los hombres virtuosos, honestos, y resulta, en cambio, una quimera, algo imposible cuando lo hacen, en cambio, los corruptos y viciosos.

Jesus entra en Jerusalén cabalgando sobre un borrico, un animal prestado, pero un animal que ha servido como cabalgadura a reyes como David; los apóstoles lo han ayudado a subir sobre él, como solían hacer los siervos con sus señores; la multitud ha cortado ramas de los árboles y las han extendido sobe la calzada, en un gesto que manifiesta la realeza de quien entra en la ciudad como señor; la gente lo aclama como al Mesías que tiene que venir, al hijo de David. Jesus es rey, pero no al modo como lo son los reyes de la tierra. Es un rey, lo sabemos bien porque lo ha dicho repetidas veces, que viene para servir no para ser servido; que nos enseña que servir es reinar; que los últimos serán los primeros; que el que se abaja será enaltecido; que Dios mira con agrado a los humildes; que la soberbia, en fin, el orgullo, la vanidad, la excesiva estima de uno mismo, la prepotencia, el ansia de poder, de dominio impuesto sobre los demás, no se concilian con el espíritu  de Jesús ni deben tener cabida en sus discípulos.

Al sentirnos parte de la muchedumbre que aclama al Señor en su ingreso en la ciudad santa, pidámosle nos conceda el espíritu de paz que nos hace merecedores de su alabanza: “Bienaventurados los pacíficos, porque de ellos es el reino de los cielos” y, con él, nos done el espíritu de servicio para poder un día reinar eternamente con Él. Amén.

Foto: Bendición de palmas y olivos. Junta  de Cofradías Semana Santa de Cuenca.

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