Homilía del Sr. Obispo en la Misa Funeral del XXV aniversario de la muerte de Mons. José Guerra Campos

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Hace 25 años en un día como hoy, 15 de julio, fallecía Mons. José Guerra Campos. Sus restos fueron inhumados en la catedral de Cuenca dos días más tarde, el 17 de julio de 1997. Fue Obispo de esta diócesis de Cuenca a lo largo de 23 años, desde 1973 a 1996. Su dilatado servicio a esta iglesia particular bien merece nuestro recuerdo agradecido y que celebremos con agradecimiento y particular solemnidad estos 25 años transcurridos desde su fallecimiento. Aunque podamos abrigar la convicción personal de que el Señor ya lo ha recibido hace tiempo en su seno, elevamos nuestras plegarias al cielo pidiendo por su eterno descanso. Su memoria sigue viva entre muchos de vosotros y sus restos mortales nos acompañan en la sencilla tumba a los pies de San Julián en la capilla del Trasparente, donde acudiremos al final de la Santa Misa para rezar un responso por su alma.

Nació en un pueblo de La Coruña en septiembre de 1920 y murió en Sentmenat, Barcelona, en una residencia de la Sociedad Misionera de Cristo Rey que había erigido poco años antes como Asociación Pública de Fieles, aprobando también sus Estatutos. Fue ordenado sacerdote en 1944; realizó sus estudios de Bachillerato en Teología en Roma en la prestigiosa Pontificia Universidad Gregoriana, y obtuvo los grados de licenciatura y doctorado en Teología en la no menos famosa Universidad de Salamanca. Fue nombrado Obispo Auxiliar de Madrid en 1964, siendo titular de la Sede Mons. Casimiro Morcillo. Asistió a la tercera y cuarta sesiones del Concilio Vaticano II, en la que destacó por sus brillantes intervenciones sobre el ateísmo marxista. De 1964 a 1972 fue Secretario General de episcopado español. Desempeñó numerosos cargos de responsabilidad a nivel nacional e internacional. Muchos recordamos todavía su participación en el programa de TVE “El octavo día”, que fue seguido por millones de españoles. Gran experto en la cuestión jacobea. Fue uno de los más relevantes Obispos de la Iglesia Española de la segunda mitad del pasado siglo.

Fue un teólogo de reconocido prestigio; hombre de fino ingenio y vasta cultura; predicador y charlista de fuste, pastor de segura doctrina en tiempos de confusión; sacerdote y Obispo que sirvió con celo y entrega a Dios nuestro Señor y a su Iglesia. Muchos de vosotros fuiseis testigos. No recuerdo haberle saludado personalmente, aunque debí conocerlo con ocasión de la Visita ad Limina de los Obispos españoles en los primeros años noventa del pasado siglo cuando un servidor trabajaba al servicio del Santo Padre en la Congregación para los Obispos. Cuantos me han hablado de D. José han ponderado su gran espíritu de pobreza y su humidad. Su muerte fue verdaderamente ejemplar, propia de un hombre santo.

He querido recordar algunos de los principales acontecimientos de su vida y algunos rasgos de su personalidad. Me parecía obligado.

En la Misa de hoy, viernes de la décimo quinta semana del tiempo ordinario, la Liturgia recoge la oración del rey Ezequiel a Dios nuestro Señor: “Señor acuérdate que he caminado en tu presencia, con corazón sincero e íntegro, y que he hecho lo que te agrada”. Palabras que resumen también en breves trazos la vida santa de un cristiano. Seguramente las podemos aplicar muy bien a D. José.

Caminar en la presencia de Dios, vivir pendiente de Él, de su juicio, no del parecer de los hombres. No actuar ante un público humano, sino con la conciencia de ser contemplado por Dios, que penetra “renes et corda” el interior más profundo de los hombres, allí donde no llega la mirada humana, donde se pone de manifiesto la verdad de cada uno. En la presencia de Dios, huyendo de las apariencias

He caminado en tu presencia, “con corazón sincero e íntegro”, sin dobleces, sin actuar para la galería, sin “hacer nunca de”, sin representar un papel; viviendo con autenticidad la propia condición cristiana y sacerdotal. Quizás, o mejor, seguramente con errores, con debilidades propias de la fragilidad humana, que testimonian nuestra condición necesitada de continuo perdón.

Pero, procurando hacer lo que agrada a Dios, su voluntad, que es lo que hace a uno grande. “No todo el que me dice Señor, Señor entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi padre que está en los cielos” (Mt 7, 21). Ayer leíamos unas palabras del profeta Isaías que llenaban de optimismo: “Señor, tú nos darás la paz, porque todas nuestras empresas las realizas tú” (26, 12). El que procura hacer la voluntad de Dios vencerá toda desesperanza, temores, desánimos y encogimientos. “Nuestras empresas las realizas tu”. Si es así, ¿cómo no acometerlas audazmente, con coraje y sin complejos, con alegría y optimismo sobrenaturales?

El Evangelio nos ha propuesto una vez más la escena de los discípulos recogiendo unas espigas de trigo, desgranándolas en sus manos para comerlas. El Señor nos enseña que ninguna observancia de la ley es verdaderamente tal, si no está impregnada del amor de Dios. Y que ninguna obra es verdadera caridad sino esta movida por la misericordia; que esta es más valiosa que cualquier sacrificio, que puede ser motivo de orgullo. La misericordia de Dos lleva no solo a no condenar a quienes no tienen culpa, como en ese caso los discípulos, sino a ejercerla sobre todo con quienes tienen culpa.

Es conocido el amor de D. José los pobres, índice claro de un corazón misericordioso. Al encomendar su alma a Dios, pidamos que nos dé entrañas de misericordia, un corazón que sabe de perdón porque ha experimentado muchas veces la infinita misericordia de Dios. Amen.

 

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