Homilía del Sr. Obispo en la Ordenación de presbíteros de Francisco y Carlos

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Queridos Francisco y Carlos, queridos sacerdotes concelebrantes; un saludo particular para los padres, hermanos, abuelos, tíos, parientes de los ordenandos; para los formadores y compañeros del Seminario; queridos fieles de las parroquias de San Julián y de La Paz.

La ordenación de algunos miembros de nuestra comunidad diocesana es siempre motivo de especial alegría, más que suficiente para cantar con el salmista: “En verdad, Dios ha estado grande con nosotros”. Por eso, el primer sentimiento es de profunda gratitud a Dios Nuestro Señor, que sigue dando a su pueblo nuevos Pastores, que anunciarán su Palabra a todos en tiempo oportuno e importuno, guiarán con su consejo y su ejemplo a los fieles en su peregrinar terreno y celebrarán los sacramentos, fuente inagotable de vida divina. Gratitud a Dios y gratitud a cuantos les habéis acompañado hasta llegar a este momento feliz: padres, familia, catequistas, sacerdotes, formadores del Seminario, párrocos con los que se han iniciado en el ministerio ordenado en los últimos meses. Gracias a todos. Que Dios os lo pague.

Momento de gran alegría para todos, pero quizás de manera singular para los sacerdotes del presbiterio diocesano que llevan ya muchos años de brega en el campo del Señor, gastados en el servicio del pueblo cristiano y que reciben, que recibimos, con gozo las nuevas levas de jóvenes hermanos nuestros en el sacerdocio ministerial. Sí, es momento de gran gozo.

1) Queridos Carlos y Francisco, estáis aquí porque el Señor os ha llamado y habéis correspondido a esa llamada. Así de simple. Aunque detrás haya una historia personal irrepetible, todo un misterio de la voluntad de Dios y de la vuestra. Recordad. Jesús sube al monte a orar y pasa allí la noche. Cuando se hace de día llama a sus discípulos y escoge a los Doce (cfr. Lc 6, 13), a los que él quiere: Pedro, Santiago, Juan, Andrés… Así fue la vocación de los Apóstoles. ¿Por qué a estos? Porque él quiso. El Señor actúa con extrema libertad. Los llamó. Lo mismo se dice en otro contexto: Simón, Andrés, Santiago y Juan están junto al lago en sus tareas de pescadores. Jesús que pasea junto al mar, los ve… y los llama: “Venid en pos de mí” (Mt 4, 18-19). Pasó por allí, los llamó y ellos dejaron todo y le siguieron. ¡Qué manera tan sencilla de eliminar todo posible orgullo, todo pensamiento de superioridad! Los elige porque quiere. No hay más motivos. “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os ha elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca” (Jn 15, 16). Pasa y llama, sin exigencia de nuestra parte, sin que lo muevan nuestras cualidades, más o menos bunas, sin que lo motive nuestra respuesta ni lo condicionen los planes que uno puede legítimamente tener, sin parar mientes en las posibles objeciones: no soy digno, no lo haré bien, me falta decisión y coraje. Oyeron la llamada de Jesús y lo siguieron. Hoy sigue pasando a nuestro lado. Pasa y llama. Aquellos pescadores le siguieron, sin saber exactamente porque lo hacían. Y lo dejaron todo. ¡Qué luminoso y sencillo me parece nuestro celibato sacerdotal, hermanos! ¡Cuántas aparentes, falsas, razones en el empeño de algunos por eliminarlo de nuestras vidas! Los llamó para que estuvieran con él, para enviarlos a predicar y expulsar demonios (cfr. Mc 3, 14-15)l. Y le siguieron dejándolo todo.

2) Queridos ordenandos: dentro de unos momentos vais a ser ungidos sacerdotes de la Nueva Alianza “para dar la buena noticia a los pobres, para curar los corazones desgarrados, proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la libertad”, como hemos leído en el profeta Isaías (61, 1). ¡Estupenda tarea! Son las palabras que Jesús usó en la sinagoga de Nazaret para definir la misión que su Padre le confió al venir a este mundo. Esas mismas palabras las aplica hoy a vosotros la Liturgia. Tenéis la misma vocación que Jesús, y según ella debéis caminar, es decir, según ella debéis vivir. San Pablo precisa el espíritu, las actitudes fundamentales con la que tenéis que llevarla a cabo: “Sed siempre humildes y amables, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor, esforzándoos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz” (Ef 4, 1 y ss.). Así seréis luz y sal para este mundo, luz que hace más fácil el conocer y acoger la verdad; sal que preserva de la corrupción y da sabor, sentido a las cosas y a la vida. ¡El mundo necesita de vuestra santidad de sacerdotes! La necesita aunque no lo sepa. Que “brillen vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt, 5, 16). Modelos del rebaño que se os confía, al que habéis de apacentar y por el que debéis entregar vuestras vidas. ¡Qué luminosas y llenas de sugerencias son las palabras de Jesús a sus padres cuando estos lo encuentran en el templo enseñando a los doctores: “¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?” (Lc 2, 49).

3) Queridos ordenandos, sabéis bien que por el sacramento del Orden sagrado sois configurados con Cristo, conformados con él, de manera profundamente misteriosa, pero real. Es Dios mismo quien realiza el milagro en vosotros por la imposición de las manos del Obispo, transformándoos en otros “Cristos”, Pastor y Cabeza de su Pueblo. Permitidme una reflexión sobre este hecho. Toda la vida pública de Jesús se resume en un subir a Jerusalén, sea que tuviera lugar una sola vez o en tres ocasiones distintas. La vida de Jesús es una permanente ascensión a la ciudad santa, donde está el templo en el que se ofrecen sacrificios de alabanza y expiación. Jerusalén será, en efecto, el lugar donde se inmola el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo. En lo alto de la Cruz, altar del sacrificio, tiene lugar la victoria definitiva de Cristo; el Calvario es el lugar en que el pecado, el mal, y su último bastión, la muerte, son definitivamente vencidos. Es el campo de batalla en el que Cristo obtiene su victoria. Suspendido en lo alto, atrae a sí todas las cosas y todos los hombres. Toda aspira a Cristo, todo se encamina a él, solo en el Crucificado lo creado alcanza su cumplimiento, su plenitud. Toda la creación vuelve a Dios; entonces Él será todo en todos (cfr. 1 Co 15, 28). Cuando la misión de Cristo se consume, quedará cumplida de modo acabado la voluntad del Padre. Jesús realiza en la Cruz el acto de culto más verdadero y pleno. Es la perfecta adoración al Padre en espíritu y verdad. Y lo atrae todo hacia él. Todo se convierte “en él”, en un acto de adoración, la historia universal y la de cada uno.

Dentro de unos momentos, vuestras manos serán ungidas, como fue ungido Jesús con el poder del Espíritu Santo, para santificar al pueblo cristiano “y para ofrecer a Dios el sacrificio”. Ungidos y transformados en Cristo para ofrecer su sacrifico. Esa es vuestra misión principal. Cristo anuncia la Buena Nueva sobre todo con su sacrifico, entregando su vida “por nosotros y por nuestra salvación”; señala con él el camino que hemos de seguir dando ejemplo de amor hasta la muerte; su sacrificio es modelo del vivir cristiano obedeciendo sin reservas a la voluntad del Padre.

Queridos Francisco y Carlos: sois llamados a hacer presente sacramentalmente en la historia el sacrificio redentor de Cristo. El único sacrificio verdaderamente agradable al Padre. Cada cristiano ha recibido por el bautismo el sacerdocio común, sacerdocio real. Gracias a ese sacerdocio puede y debe ofrecer a Dios la propia vida como sacrificio de alabanza. Pero poco valor tendría ese sacrificio si no fuera recogido en el sacrificio de Cristo, unido a él formando un único sacrifico. Antes de cantar o rezar el Prefacio de la Misa, el sacerdote se dirige al pueblo cristiano con estas palabras: “Orad, hermanos, para que este sacrificio, mío y vuestro, sea agradable a Dios Padre todo poderoso”. Es el único sacrificio de Cristo al que se une el de los cristianos hasta formar uno solo con él. Por eso es el sacrificio “mío y vuestro”, el que ofreceréis vosotros impersonando a Cristo, Sumo y eterno Sacerdote.

En seguida, en el momento de decir la fórmula consecratoria extendiendo las manos, pediré para vosotros al Padre de las misericordias la dignidad del presbiterado en su segundo grado, y el don de ser con vuestra conducta ejemplo de vida. Ejemplo, faro, guía, referencia para todos los fieles, Buen Pastor que se sacrifica gustosamente por las ovejas, feliz de ser una más con ellas y, al mismo tiempo, consciente del deber de ser para ellas un modelo, conformado con el misterio de la Cruz, y de estar siempre a su servicio.

Pedid queridos hermanos por los que van a ser ordenados presbíteros; que nunca les falte el calor de vuestra oración y de vuestro afecto de el Señor.

Que Nuestra Señora de las Angustias, Reina dela Paz, y San Julián nuestro Patrono intercedan siempre por ellos.

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