Homilía del Sr. Obispo en la ordenación sacerdotal de Felipe y César, en la festividad de San Juan Bautista

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Queridos sacerdotes concelebrantes, padres, hermanos, familiares y amigos, de los que van ser ordenados sacerdotes, queridos seminaristas, compañeros de seminario. Os saludo especialmente en el Señor a vosotros, queridos Felipe y César, al inicio de esta solemne celebración en la que vais a ser ungidos sacerdotes de segundo grado.

    Esta Iglesia particular de Cuenca que os acoge hoy en su presbiterio diocesano se hace partícipe de vuestra alegría, y con vosotros expresa su gratitud al Señor con las palabras del salmo responsorial: “¡Te doy gracias porque me has escogido portentosamente! Mi alma lo reconoce agradecida”. Son palabras que hacéis propias, conscientes de que es la Iglesia misma quien, oyente de la Palabra divina, las pronuncia en respuesta a la misma. Realidad que hace más evidente, si cabe, la dimensión eclesial de este acto. Sabéis bien, queridos César y Felipe, que una y la misma es la santidad de toda la Iglesia. Una y la misma la vida que la anima y vivifica todos sus miembros, sea cual sea su estado y condición.

    Pero como el sol es uno, y uno y el mismo es también el calor que irradia; y como el agua que desciende de los cielos es una y la misma, y la infinita diversidad de los seres recibe agua y calor y se beneficia de ellos para su crecimiento y desarrollo según su particular naturaleza, así también la gracia del Espíritu, una y la misma, vivifica y anima la multitud de los miembros de la Iglesia, a cada uno según su propia vocación, haciendo que produzcan frutos de vida cristiana para la salvación del mundo.

    La común santidad de los cristianos, la salvación universal realizada por nuestro Señor Jesucristo, nos llega a través de los sacramentos y de otros medios sobrenaturales, y se hace realidad en cada uno de acuerdo con su particular vocación. Queridos César y Felipe: la santidad de Dios que os alcanza de manera nueva a través de este sacramento se hace llamada, suave y exigente a la vez, para que llevéis una vida santa como sacerdotes. La Iglesia os santifica mediante este sacramento del Orden, y os advierte de la necesidad de corresponder a la gracia divina que quiere hacer de vosotros imagen perfecta de Jesucristo, Buen Pastor; os pide que viváis como sacerdotes santos, encarnando en vosotros las virtudes de Buen Pastor.

    La Iglesia y el mundo necesitan hombres y mujeres santos. Y necesita también, imperiosamente, sacerdotes santos como tantos y tantos de aquellos que nos han precedido; sacerdotes que, movidos por la gracia de Dios, quieran serlo siguiendo su propia vocación, santos en el ejercicio generoso, sacrificado, alegre del ministerio sacerdotal. No permitáis que nada lo condicione con razones aparentes, falsas. Dejad que sea el Espíritu de Dios quien os guíe con su gracia y sus dones. Que sea Él quien se sirva de vuestro ministerio para que la salvación de Dios llegue en plenitud a todos los hombres.

    La solemnidad de San Juan Bautista que hoy celebramos nos enseña algunas lecciones fundamentales para llevar a cabo nuestro ministerio como la Iglesia quiere y el mundo necesita. Juan es el precursor. No es el Mesías, sino aquel que prepara su venida. Está enteramente a su servicio. Esa misión explica su ser más auténtico. Juan es el precursor, su misión de tal agota el sentido de su existencia. Existe para anunciar a Jesucristo, para prepararle su venida; su vida se realiza cumpliendo esta misión. No tiene otro modo de hacerlo; desde luego nunca al margen de la misión recibida.

    “Te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el fin de la tierra”, hemos leído en el profeta Isaías. A esa salvación servimos, a eso se encamina nuestro ministerio, en cualquiera de sus formas ysus  actuaciones. El Bautista es modelo de esa virtud tan propia del servidor, de quien tiene un ministerio en la Iglesia: la humildad, que es la mejor defensa ante cualquier tentación de clericalismo, sea en la forma de atribuirse lo que no es de uno, o de abusar de ello para daño de los fieles. Servimos la Palabra divina, administramos una gracia que es de Dios, guiamos a las almas sabedores de que solo Cristo es su Pastor. Humildad de quien sabe que Dios ha elegido lo que no vale y es nada para realizar las maravillas de Dios; humidad que va de la mano de la seguridad que da la vocación y de la convicción de que Dios obra en nosotros. Humildad del administrador que entiende que no es dueño ni de la gracia, ni de la doctrina, ni de los sacramentos, ni de las almas. Nuestro ministerio no existe sin Cristo y sin la Iglesia, en la que Él permanece hasta el final de los tiempos. Nada somos sin la Iglesia e Cristo; nada tenemos que enseñar, nada que administrar, nada que entregar, nada que no se nos haya dado, nada que no hayamos recibido; de nada de ello podemos disponer como si fuéramos sus propietarios. Somos servidores, nada más.

    San Juan Bautista, figura austera, recia, exigente, insobornable, es modelo de perdona que no rinde la verdad a las exigencias o conveniencias humanas. Su predicación y su misma figura levantará ampollas en personas poderosas y sufrirá la presión de la amenaza, latente al comienzo, manifiesta más tarde. La reacción del Precursor encarna muy bien las palabras que más adelante dirigirá Pablo de Tarso a los Gálatas: “Cuando digo esto, ¿busco la aprobación de los hombres, o la de Dios, ¿o trato de gradar a los hombres? Si siguiera todavía agradando a los hombres, no sería siervo de Dios” (1, 10). El anuncio de la Palabra de Dios, de la doctrina de la Iglesia, en toda su pureza, no puede ceder ante el miedo a las represalias de cualquier tipo que estas sean, ni ante las repercusiones profesionales que pueda ocasionar, la crítica negativa que se pueda sufrir o la soledad a la que nos pueden someter. No podemos ocultar la verdad. Hemos de pedir al Señor la valentía y el coraje del buen médico que aplica el remedio eficaz con la única preocupación de sanar al enfermo, no de agradarle, sino de sanarle. Juan murió por recordar a Herodes que no le era lícito tener la mujer de su hermano, lo que llevó a esta a aborrecer al Bautista y a pedir su cabeza al rey.

    Asistimos al proliferar de doctrinas y de comportamientos que contradicen abiertamente la verdad del Evangelio y sus explícitas exigencias, y se van imponiendo en las conciencias gracias a una insistente propaganda y a la presentación de falsos modelos de vida. El Evangelio que hemos de predicar es Buena Nueva para quien está bien dispuesto, pero actúa también como luz que hiere al disipar la tiniebla y como sal que impide la corrupción, causando rechazo y animadversión. La convicción de que la Palabra de Dios es salvadora debe impulsarnos al anuncio sereno de la misma, siempre respetuoso y amable con las personas, pero sin permitir que se diluya su fuerza reduciéndola a la inanidad.

    Sal y luz ha de ser vuestra palabra y también vuestro género de vida, queridos ordenandos, sin medias tintas, sin mimetizaros ni pretender hacer compatible lo que no lo es, inspirándoos más bien en los modelos de sacerdotes que la Iglesia nos propone por su santidad de vida y la abundancia de los frutos de su ministerio. Sacerdotes santos, sin miedos ni timideces. Así os necesita el mundo y así os necesitan nuestras comunidades cristianas. Pidamos, queridos hermanos, sacerdotes según el corazón de Cristo, y nuevas vocaciones: jóvenes de corazón decidido como el de aquellos Apóstoles hijos del Zebedeo, con afán de seguir a Jesús y de entregar su vida para bien de sus hermanos.

    Queridos Felipe y César, a la intercesión de la Ssma. Virgen, reina de todos los Santos, madre de los sacerdotes; a la de San Julián, nuestro Patrono, y a la de tantos santos Pastores os encomendamos hoy de manera muy especial. Amén.

 

 

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