Homilía del Sr. Obispo en la ordenación sacerdotal de Fidel Gómez Leal

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Querido Fidel, sacerdotes concelebrantes, padres, hermano, familiares, compañeros de seminario, feligreses de Villanueva de La Jara, amigos de Fidel que recibe hoy el sacramento del Orden sagrado.

Como cada vez que el Señor nos regala un nuevo sacerdote, la Iglesia diocesana se llena de alegría y da gracias por este gran don que le hace. Es un verdadero regalo que apreciamos -aunque nunca en su exacto valor-, que agradecemos y que ponemos en sus manos para que él lo conserve muchos años en su santo servicio y en el del pueblo cristiano.

1) En el libro de los Números que acabamos de leer se nos habla de los hijos de Aarón que fueron ungidos sacerdotes, y cuyas manos fueron consagradas “para ejercer el sacerdocio”. En seguida se repetirá contigo, querido Fidel, el mismo gesto de la unción de que habla el texto sagrado. Dos de los hijos de Aarón murieron, sin embargo, por ofrecer un “fuego profano en el desierto”, como se nos cuenta en este mismo lugar. En seguida apreciamos la contraposición entre la unción y consagración que reciben los hijos de Aarón y el fuego profano que causa la muerte de dos de ellos. La consagración y la unción se reciben para ejercer el sacerdocio, cuyo acto por excelencia es el ofrecimiento de algo a Dios, en general el sacrificio que llamamos holocausto: la entrega a Dios de un animal hasta que no quede nada que pueda ser usado con otro fin. Es lo primero que el Señor te recuerda hoy, querido Fidel, y nos recuerda a todos los presentes que hemos recibido el sacerdocio común en el Bautismo o el sacerdocio ministerial con la ordenación sagrada. La vida, el ministerio del sacerdote tiene su centro y razón de ser en el sacrificio; en el caso del sacerdocio del Nuevo Testamento, en el ofrecimiento de la víctima pascual, Cordero inmolado, como sacrificio de obediencia amorosa al Padre, para la salvación del pueblo. Nuestra vida no tiene otro fin, y no debemos, por ello, buscar nada distinto. Una vida ofrecida en obediencia al Padre como holocausto de suave olor, entregada, donada por entero al bien de los demás. Ninguna otra cosa pretendemos que sea ajena a esta finalidad última de nuestra vida. Lo recuerda la plegaria de Ordenación cuando dice: “Cuando llegó la plenitud de los tiempos, enviaste al mundo, Padre Santo, a tu Hijo Jesús, Apóstol y Pontífice de la fe que profesamos. Él, movido por el Espíritu Santo, se ofreció a ti como sacrificio sin mancha, y habiendo consagrado a los apóstoles con la verdad, los hizo partícipes de su misión; a ellos, a su vez, les diste colaboradores, para anunciar y realizar por el mundo entero la obra de la salvación”. Consagrados para la misión, disponibles siempre para lo que Dios quiera: lo que Dios quiere es importante porque Él lo quiere para ti, porque es su voluntad, que, cada vez que rezamos el Padre nuestro, pedimos se cumpla en el cielo y en la tierra. Obediencia al Padre, disponibilidad plena para la misión, cómo, dónde y cuándo Él disponga. Ser llamados y participar en la misión es nuestra mayor dignidad. ¡No quieras encender nunca fuegos “profanos” que causan la muerte!

2) En la segunda lectura, San Pedro nos ofrece una verdadera lección sobre lo que podríamos llamar las virtudes sociales del sacerdote, las virtudes propias de un Pastor del Pueblo de Dios. Lo hace como presbítero que habla a otros presbíteros como él, y lo hace como testigo de la pasión de Cristo, es decir, desde su propia experiencia del misterio de Cristo crucificado y como partícipe de la gloria que está por venir. De este modo el Apóstol subraya dos notas de la condición del presbítero: la primera, que su condición la participa con otros, es co-presbítero en una diócesis y en la Iglesia universal; condición de la que brotan exigencias de fraternidad, de aprecio, de estima, de ayuda mutua, de “compañerismo”. No es bueno pensar al singular; nuestra condición de co-presbíteros nos empuja a pensar en plural, en el horizonte del presbiterio diocesano y de la Iglesia universal. ¡Qué importante es esto!

A continuación, San Pedro enumera algunas virtudes fundamentales para el buen desempeño del ministerio según el estilo de Jesús, Sumo y Eterno sacerdote, mayoral de los Pastores, como dice con bella expresión san Pedro (1P 1, 4). En primer lugar es preciso que el sacerdote pastoree el pueblo de Dios, que “mire” por él, es decir, que lo mire con afecto, que se preocupe y lo cuide, que busque su bien con predilección; que lo conozca, que lo conduzca a buenos pastos, es decir, que predique, con suavidad y fortaleza a la vez, el Evangelio; lo hará, si más que exponer el Evangelio lo comparte a tus hermanos: si dice en voz alta el Evangelio que ha escuchado antes en el corazón (“entregar a los demás el fruto de propia contemplación”, dicen los maestros espirituales); que les ofrezca con generosidad los medios de la salvación: los sacramentos; que dedique su atención a cada uno en las diversas formas de guía espiritual. Pastorearlo no a la fuerza, sino de buena gana; que la amabilidad presida tu ministerio, que los fieles adviertan que te interesas por cada uno, que los quieres con corazón del Buen Pastor, con el más noble de los amores; procura ser afable con todos, es decir, ser fácilmente accesible para todos, ganarte el corazón de la gente; entra en sus  historias personales, escúchalos con benevolencia; que salgan contentos de la conversación contigo; aprende a descubrir lo que hay de bueno o de mejor en cada persona. Pastorea no a la fuerza: cuida de hablar de manera positiva, que siempre prevalezca en tu conversación con los demás la idea de que Dios nos quiere; nada mueve tanto al bien como la convicción de la belleza y del inmenso amor de Dios por nosotros. Pastorea no como déspota sobre la heredad de Dios: pues tus hermanos son hijos de Dios como tú, igualmente queridos, con la misma dignidad, con idéntica misión y responsabilidad; merecen ser tratados como lo que son, colaboradores; ellos trabajan contigo en la viña de Dios; no son servidores: no es que debamos ejercer el sacerdocio con espíritu de servicio, sino que el sacerdocio ministerial es servicio. No nos ordenamos para mandar, para brillar, sino para servir a todos. Pastorea, con la gracia de Dios, buscando convertirte tú mismo en modelo del rebaño. No eres más que los demás, ni eres el centro de la vida de la comunidad cristiana, centro que corresponde solo al Señor. Pero, a la vez, no olvides que debes ser como un despertador del deseo de santidad de los demás, sobre todo con tu ejemplo y entrega, domo decía San Josemaría Escrivá, cuya memoria litúrgica recurre hoy. Si quieres que los fieles vuelen alto, busca tú las alturas. El pueblo cristiano vibrará al ritmo y al impulso de tus vibraciones.

3) En el Evangelio hemos escuchado las palabras de Jesús a los suyos en el discurso de la Última Cena: “Vosotros sois mis amigos, si hacéis o que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor”. El amigo sí; el amigo conoce bien a su amigo. ¡Amigos! La amistad o los encuentra o los hace iguales, dice el antiguo aforismo. ¡Búscalo!: en el ejercicio de tu ministerio; en la Eucaristía diaria; en tus momentos de oración ante el tabernáculo. Trátalo bien; cuida de todo lo que se refiere a la Eucaristía. Y búscalo en los demás, en todos, de manera especial en los más pobres que son los más alejados de Dios, pues cuando Dios falta, falta todo. “Nada hay más frío que un cristiano que no se preocupe de la salvación de los demás”, leemos en San Juan Crisóstomo. Búscalo en los más humildes y sencillos, en los más necesitados, en los que menos cariño reciben, en los enfermos y abandonados, en los que sufren por cualquier motivo. Vive tu alegría sacerdotal en compañía de tus hermanos sacerdotes, feliz de ser presbítero con ellos. Cuenta a los más jóvenes quién y qué te ha subyugado, y despertarás vocaciones.

Que la Virgen de las Nieves te guarde y Santa Teresa de Jesús te haga de maestra en el camino de la vida. Amén.

 

 

 

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