Homilía del Sr. Obispo en la Pascua de Resurrección

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Queridos hermanos:

Año tras año la Iglesia canta, sin hartura, sin cansancio, llena de alegría: “Este es el día que hizo el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo”. Sí, este es el día. El día por excelencia, porque la luz que lo ilumina˗Cristo luz del mundo˗, no conocerá su ocaso. La luz que en la Vigilia Pascual rompe la obscuridad de la noche en la que el mundo estaba sumido, brillará siempre iluminando nuestras vidas, llenándolas de alegría, rescatándolas de la inseguridad, de las dudas, de los miedos. ¡Cristo ha resucitado!, la vida ha vencido a la muerte; nuestra esperanza, nuestros más íntimos deseos se han visto confirmados. ¡Cristo, rey vencedor de la muerte, te adoramos y te bendecimos!

Conocemos los hechos. María Magdalena ha ido muy temprano al sepulcro. El día apenas rompiendo. Y cuando llega al sepulcro, ve la piedra del sepulcro corrida y piensa que alguien se ha llevado a Jesús. Y corre a notificarlo a Simón Pedro y al otro discípulo a quien Jesús amaba. Ambos corren hacia el sepulcro. ¡Está vacío! El Señor no está. Los lienzos que lo han envuelto yacen por tierra, el sudario en un lugar aparte. Del discípulo amado se nos dice que vio y creyó. Creyó: vio más allá de lo que la Magdalena y Pedro habían visto. En lo que vio descubrió lo que no se veía, el hecho de la Resurrección. El amor permite ver lo que la sola razón, fría, ˗¡objetiva!, dicen˗, no alcanza a ver. Ama al Señor y tú también verás, parece decirnos Juan; ama y verás, entenderás, lo que otros aun teniendo ojos, aun siendo más inteligentes o más sabios no ven ni entienden. Y no siempre les gusta que gente sencilla, a veces iletrada, vean lo que ellos no aciertan a ven.

Pasarán muchos años; Juan, el joven discípulo, es ya un anciano. Pero contempla la escena como si hubiera tenido lugar entonces mismo: “Lo que existía desde el principio, dice en su primera Carta, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestro propios ojos (…). Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos” (1 Jn 1, 1-2). Juan, testigo de la vida, de la muerte y de la Resurrección del Señor.

Apenas después de la Ascensión, la Iglesia naciente siente la necesidad de que se ocupe el puesto de Judas, vacío por traición, y así se complete el número de los apóstoles “testigos de la resurrección” como los define Pedro. Es necesario que quien sustituya a Judas haya acompañado a los Doce “todo el tiempo en que convivió con nosotros el Señor Jesús” y que se asocie a los demás apóstoles “como testigo de la resurrección” (Hch 1, 21-22). Es la tarea fundamental del apóstol, testimoniar la Resurrección de Jesús, corazón de la Buena Nueva que deben anunciar. Y es la tarea de la Iglesia.

¡Testigos! Eso somos. Testigos del Resucitado. “Destruid este templo y en tres días lo levantaré” (Jn 2, 19) había dicho Jesús. Y Pedro y Juan, y los demás ˗y nosotros con ellos˗, tienen la palabra de Jesús por más real y verdadera que la verdad que les suministran sus sentidos, su propia experiencia. ¡Testigos del Resucitado! Para serlo auténticamente es necesario como primer requisito haberlo visto, conocerlo personalmente, como nos dice san Juan en su primera Carta. Conocerlo en la Palabra, en los sacramentos, en la oración, en los hermanos. Conocerlo de primera mano, no de oídas; conocerlo y amarlo, ser amigo del Señor. Convivir, tener su misma vida. Llegar a ser una sola cosa con él. Identificarnos con él. ¿Cómo podríamos conocerlo de otra manera? ¿Estudiando detenidamente su figura como se hace con los grandes personajes de la historia? ¿Analizando su doctrina y confrontándola con la de otros maestros famosos? ¿Tratando cuidadosamente de descubrir el “esquema” de su pensamiento? No, amándolo y viviendo su misma vida.

Cuando Pablo propone a los cristianos el modelo de vida que han de encarnar les dice: “Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús” (Flp 2, 5). Ser testigo de Jesús significa testimoniar su vida de resucitado, su vida nueva. Es viviendo su misma vida, conociéndole “por dentro”, intimando con él (“Maestro ¿dónde moras? Venid y veréis”)  dejándonos iluminar por su luz, compartiendo su amor al Padre y a los demás, buscando con él el Reino de Dios: así es como damos testimonio de Jesús y nos convertimos en apóstoles, en “testigos de la resurrección”.

“Habéis muerto, hemos escuchado en la segunda lectura, y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios”. ¿Cómo celebraremos de verdad la Pascua y cómo seremos testigos de la Resurrección del Señor? La respuesta la da el Apóstol: “Celebremos la Pascua no con levadura vieja (levadura de corrupción y de maldad), sino con los panes ácimos de la sinceridad y de la verdad” (1Co 5, 8). El mejor modo de celebrar la Pascua de Jesús, su triunfo sobre la muerte es viviendo una vida sincera y auténticamente cristiana. Amén.

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