Homilía del Sr. Obispo en la solemnidad de la Inmaculada Concepción

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La Iglesia entera vive este tiempo de Adviento con el que se dispone a todos los fieles para la celebración de la gran fiesta de la Navidad del Señor, el misterio del nacimiento en el tiempo del Hijo de Dios. Hablamos con razón del nacimiento del Hijo de Dios en el tiempo, ya en que el Credo, cada domingo, y en las solemnidades a lo largo del año litúrgico, profesamos nuestra fe en Jesucristo, el Señor, “nacido del Padre antes de todos los siglos”. Dios es Padre desde toda la eternidad y, por eso mismo, el Hijo lo es también antes de todos los siglos.

    En este tiempo de espera, ansiosa y contenida a la vez, del gran suceso de Belén, la Iglesia contempla el misterio de “la mujer” de la que nos habla el libro del Génesis, como perfecta antítesis de Eva, “madre de todos los que viven”, los nacidos con la mancha del pecado original cometido por nuestros primeros padres. Frente a Eva, se yergue la figura de la misteriosa mujer, sin nombre en el relato del Génesis, pero que ahora conocemos bien: María de Nazaret, a la que el ángel saluda como “llena de gracia, llena de Dios”, y que Isabel ensalza como “bendita entre las mujeres”.

    La Iglesia reconoce y confiesa a esta “mujer” como el primer y más hermoso fruto de la redención realizada por Jesús. Primero y singularísimo, pues la redención se obró en ella de forma del todo especial. Hoy lo confesamos llenos de alegría, orgullosos de tener por madre a esta extraordinaria muje; como Eva es reconocida como madre de los vivientes, María lo es como madre de todos los creyentes en Cristo, ya que la Vida nos vino por medio de ella.

    A lo largo de los siglos, la Iglesia fue meditando las palabras del apóstol Pablo a las Efesios que acabamos escuchar: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo que nos eligió antes de la creación del mundo, para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor…, para alabanza de su gloria”. La Iglesia fue madurando el conocimiento de la Madre de Jesús y creciendo en el afecto y devoción hacia ella. Fruto de uno y otra fue sazonando en el corazón de los cristianos la conciencia de la gracia singularísima con que la Santísima Trinidad enriqueció a María, la Señora del dulce nombre. Hasta que, a mediados del siglo XIX, el Beato Papa Pío IX cuajó en palabras dogmáticas la fe del pueblo cristiano y definió solemnemente que “la bienaventurada Virgen María fue preservada por Dios inmune de toda mancha de pecado original desde el primer instante de su concepción, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano”.

    La fórmula de proclamación del dogma no contiene una palabra de más: María fue “preservada” del pecado original, es decir, fue resguardada o protegida del mal, del pecado cometido por nuestros primeros padres, que se trasmite a todos por generación; es decir, en el momento mismo de ser engendrados. Fue, pues, librada del pecado de origen; quedó exenta de él desde el primer momento de su existencia; no tuvo nunca nada que ver con el pecado de nuestros primeros padres. Pero no fue por sus propios méritos, sino que fue también ella redimida por los de su Hijo Jesús Salvador de todos. Fue una gracia singular, exclusiva, un “privilegio”, sin más motivos que la benevolencia de Dios, el amor de predilección de Dios hacia aquella criatura destinada a ser la Madre de su Hijo. Sí, María es la criatura más amada de Dios, y la única enriquecida con el don divino de la santidad desde el primer instante de su concepción

    Por eso le cantamos diciendo: “Toda hermosa eres María y en ti no existe la mancha del pecado original. Eres la gloria de Jerusalén, la alegría de Israel, el honor de nuestro pueblo, eres abogada de los pecadores. Ruega, intercede por nosotros ante tu hijo Jesús nuestro Señor”.

    El Evangelio proclamado nos sitúa en el momento en que tuvo lugar la Encarnación del Hijo de Dios. Padres de la Iglesia y escritores eclesiásticos han advertido que la dignidad incomparable de María es “lógica” consecuencia de su maternidad divina; pero no han dejado de notar que, si es cierto que Dios la llenó de gracia singular  desde el momento de su concepción, ella correspondió al don divino con una exquisita obediencia, hasta el punto de considerarse nada, una sierva, una esclava, una cosa en las manos de su Señor, sin más libertad que la de amarle y servir a la obra de la redención de su Hijo. “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Sólo entonces el Ángel dio por concluida su misión. Comunicó a María la gracia que le había sido otorgada y esperó anhelante, como bellamente dice San Bernardo, la respuesta que toda la creación deseaba oír.

    Nadie tendrá en este mundo los dones que recibió María, pues nadie como ella se ha puesto a disposición de su Señor. Por más cualidades y dones que Dios haya querido regalarnos, poco servirán, si no son puestos al servicio de la salvación que Dios trae al mundo. Los dones recibidos son siempre para ser donados, no para uso y beneficio exclusivo de quien los recibe. El egoísmo no casa bien con el amor de Dios. Podríamos decir que el don de Dios no alcanza el fin para el que se nos concede, si no se convierte inmediatamente en don también para los demás. Recibir y donar van juntos, son inseparable, en un corazón verdadero cristiano.

    Acudamos hoy a María para que ruegue a Dios nosotros y nos conceda un corazón entregado, libre de egoísmos, luminoso por su pureza y siempre encendido por la caridad. Amén.

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