Homilía del Sr. Obispo en la Solemnidad de la Inmaculada Concepción, 8 de diciembre de 2024

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Queridos hermanos:
La Iglesia pone hoy ante nuestros ojos la figura de María en el misterio de su Concepción Inmaculada. Como ocurre con todos los misterios de nuestra fe, que son las grandes intervenciones de Dios en la historia de los hombres, también el de hoy es una realidad viva que merece ser contemplada, mirada con devoción y amor, saboreada, gustada para que, con la gracia de Dios, podamos descubrir su verdad más profunda y gozar del atractivo de su belleza. En este caso la belleza del proyecto de Dios sobre los hombres que, rechazado por la desobediencia codiciosa de nuestros primeros padres, fue realizado en plenitud por la obediencia rendida María, la humilde doncella de Nazaret.
Dos escenas se nos describen en la lectura del Génesis y de San Lucas que acabamos de escuchar. La primera tiene lugar después de la tragedia del primer pecado de los hombres, cometido por nuestros primeros padres en el paraíso. Desobedecieron, rechazaron el amor de Dios que los había puesto con mimo extraordinario en aquel jardín de delicias, el Edén, el paraíso. Es la primera cosa que hay que advertir. El paraíso, el estado de felicidad, al gran regalo de la justicia original, una gracia del todo especial. Los hombres quebraron la relación filial con Dios, su íntima y profunda amistad con aquel que, como dice el texto sagrado con expresión humanísima, paseaba con nuestros padres al caer de la tarde, ese momento entrañable y esperado de confidencias. Y perdieron su privilegiada situación.
Un día más Dios, podríamos decir, quiso Dios tener con los hombres aquel momento de intimidad y de revelación de su misterio. Adán no acudió a la cita. El ángel malo lo había engañado, haciéndole sospechar de Dios, del amigo, del benefactor, e incitándole a desobedecerle. Adán y Eva se dejaron seducir, ese convencer con engaño, con falsedad, que también conocemos los hombres, y se alejaron, ocultándose de Dios. Pero Dios busca a Adán –todo el relato es humano-, Dios lo busca, como si no pudiera faltarle ese momento vespertino de encuentro con sus hijos. “¿Dónde estás?” Adán se oculta, mostrando así que ha desaparecido la relación amistosa que tenía con Dios su creador. Sí, porque los que se quieren buscan la presencia el uno del otro. La ausencia voluntaria de Adán es señal cierta de que el amor se ha enfriado, hasta desaparecer. Adán se esconde porque está desnudo, porque siente vergüenza de si mismo, de su cuerpo, creado por Dios. El pecado le ha enturbiado la mirada, porque lo vergonzoso no está en la carne creada por Dios, que un día será carne glorificada; lo vergonzoso está en los ojos concupiscentes de Adán, en su corazón ambicioso que ha renegado de la amistad con Dios. Lo que antes era medio de comunicación y de comunión, ahora se ha vuelto objeto de vergüenza, ocasión de pecado. Y la herida fatal del pecado en el ama y en el cuerpo de Adán será triste herencia para todos los hombres que nacemos con el pecado original, sin que nunca se pierda la traza del mismo –la inclinación al pecado, el desorden de las pasiones-, incluso después de su perdón gracias al Bautismo.
Pero pasemos a la segunda escena que nos presenta el Evangelio. También ahora interviene un ángel, un ángel bueno en este caso, portador de una estupenda noticia. También ahora se nos habla de algo extraordinario. Pero ya no es la mentira, el pensamiento falso, erróneo, del que dice o piensa poder llegar a ser como dioses, desobedeciendo precisamente a Dios y considerándolo un peligroso adversario, celoso de su divinidad que no quiere compartir. Ahora se trata del increíble mensaje de la Encarnación del Hijo de Dios, No es ya que se nos prometa a los hombres ser como Dios, sino algo más extraordinario todavía: Dios se hace hombre, como uno de nosotros. El ángel se dirige a una jovencita sencilla, humilde, de ojos y corazón limpios, que se turba cuando escucha el extraordinario mensaje del ángel embajador, que le asegura que va a ser la madre del Mesías, ¡del Hijo del Altísimo!, de aquel que se sentará en el trono de David y cuyo reino no tendrá fin. María que no acaba de entender, pregunta para saber lo que Dios le pide y poder así obedecer. María cree a las palabras del ángel, se proclama su esclava, ¡y se convierte en la madre de Dios! Adán creyó a la mentira del demonio y perdió su condición de hijo de Dios, se encontró desnudo de todo lo que antes poseía. María escuchó y creyó al ángel mensajero Dios la cubrió con su sombra, con su gloria, y de pobre criatura pasó a ser la más excelsa de la creación. Tanto la enriqueció Dio con su gracia que no quiso que el pecado de origen mancillara ni su cuerpo ni su alma. La preservó del pecado original.
Toda hermosa eres María, ¡llena de gracia! Por tu gloriosa Concepción Inmaculada alcánzanos la pureza de corazón para poder amar más y mejor a tu Hijo y a nuestros hermanos. Amén.

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