Homilía del Sr. Obispo en la solemnidad de la Inmaculada Concepción

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Queridos hermanos:

El Concilio Vaticano II, al presentar a la Bienaventurada Virgen María a la luz del misterio de Jesucristo y de la Iglesia habla con escuetas palabras de la solemnidad que hoy celebramos. Allí se nos dice que fue “redimida de modo eminente, en previsión de los méritos de su Hijo” (Lumen Gentium, 53). Y el Catecismo de la Iglesia Católica, “regla segura para la enseñanza de la fe”, como afirmó san Juan Pablo II, sostiene que la Iglesia, en la contemplación de la maternidad divina de María y de la plenitud de gracia con que la regaló el Señor, fue tomando conciencia a lo largo de los siglos de que la Virgen “fue redimida desde el momento de su concepción” (n. 491). Así lo confiesa y enseña el dogma de la Inmaculada Concepción proclamado por el Papa Pío IX en el año 1854: “…la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano”.

Son palabras medidas, bien calibradas: la Virgen María “fue preservada”; no se trata de un hecho casual; ni de un suceso que acontece sin que conozcamos exactamente el porqué; se trató de una verdadera intervención de Dios que la resguardó, la libró; la protegió “anticipadamente” de un mal, en concreto, de la negativa herencia del pecado que llamamos original, con el que nacemos todos los hombres. María fue preservada, puesta a salvo, de toda mancha de pecado, y en concreto del pecado original, pecado de los orígenes. Y lo fue “desde el primer momento de su existencia”, desde el inicio mismo de su ser natural, distinguiéndose así de todos los demás seres humanos. Por eso el Magisterio solemne de la Iglesia habla de un privilegio, de una gracia especial: la exención totalmente única del pecado original.

Fue eximida, preservada del pecado no liberada ede él como si lo hubiera tenido en algún momento; preservada, por quien podía hacerlo, por el Señor de toda ley, por Dios Omnipotente, que obra como en todo con libertad absoluta, sin nada que lo forzara u obligara, por pura gracia, por amor de su criatura.

La declaración dogmática concluye recordando que Dios libró del pecado original a María “en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano”; los méritos de la obediencia de Jesucristo al Padre hasta la muerte, los de su entrega redentora están detrás de este privilegio de que gozó María. Dios se lo concedió “en atención a” los méritos de Jesús, esa es la razón, el porqué de la acción liberadora de Dios. Decir que se hace algo en atención a una persona es como decir que se hace por el respeto, la estima, la consideración, el amor que se tiene a alguien. La Inmaculada Concepción es fruto de los méritos de Cristo. Por eso decimos que fue redimida antes de la Pasión y muerte de Cristo, pero en atención a las mima.

Es lo que acabamos de escuchar a San Pablo quien, en la carta a los Efesios, donde dice que Dios nos “eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor”; también fue en atención a Cristo el haber sido elegidos desde el comienzo del mundo para ser santos e intachables. Toda santidad y justicia viene del que es Santo y Justo. Por eso el Catecismo prosigue diciendo que “esa resplandeciente santidad del todo singular de la que ella fue enriquecida desde el primer instante de su concepción, le viene toda entera de Cristo (ibídem, 492).

Cuando hablamos pues del misterio de la Inmaculada Concepción nos referimos a esto, al hecho de que la Virgen no conoció el pecado; nada, ni siquiera el pecado original heredado de nuestros primeros padres, mancilló o ensombreció mínimamente su extraordinaria santidad.

Los fieles cristianos nos referimos a este mismo misterio cuando honramos a la Virgen invocándola como la Purísima, destacando la trasparencia de su santidad. Por una comprensible y natural derivación, los fieles al honrar su santidad sin mancha, veneran su pureza sin igual; reconocen implícitamente que la pureza, la castidad es como el brillo de la santidad, la luz interior de las virtudes todas. Y esta fiesta es una invitación a vivirla plenamente, cada cual en su estado.

Se ha dicho que la virtud de la castidad es como la sal, que preserva y da sabor al mismo tiempo. Preserva de la corrupción del pecado, y da sabor, buen gusto, finura a todas las virtudes. Cuando no se vive, se introduce con facilidad en nuestras vidas el hedonismo, la búsqueda desenfrenada, casi espasmódica de placer, con frecuencia de aquellos más bajos o menos nobles.

Sí, porque los pecados contra la castidad amenazan con despojar nuestros actos de racionalidad: embotan el alma que pierde así claridad, agudeza, definición; donde antes todo era luz, comienzan a surgir sombras; las convicciones más sólidas dejan ver algunas fisuras; las certezas dejan paso a las dudas; lo que antes aparecía claro da paso a la confusión. Se termina por no ver: el conocido “no veo que…, o no veo por qué…”. Entonces, la delicadeza, la modestia y el pudor se consideran ñoñería; la naturalidad se confunde con modos y modales zafios; el lenguaje ordinario torpe, grosero, se quiere hacer pasar por naturalidad; el cuerpo humano ya no protege y custodia la intimidad, sino que es objeto de frívola exhibición. Todo, quizás, sin malicia: sencillamente, ya no se ven las cosas como son. Pero hay cegueras voluntarias, para las que no se ha puesto remedio a tiempo.

Por otra parte, las faltas contra la castidad vulneran nuestra libertad, facilitando el imperio de la pasión; nos meten por caminos de esclavitud haciéndonos cada vez menos dueños de nosotros mismos. Castidad y libertad van de la mano; se requieren mutuamente, viven y mueren juntas. Castidad es lucha para no dejarse esclavizar por las pasiones interiores o los estímulos externos agresivos, violentos; es empeño sereno y esforzado, a la vez, por no deslizarse por la pendiente de lo fácil, de lo cómodo.

La castidad, la pureza, en cambio, es exigencia de un amor grande, noble, verdaderamente humano. Lo hace más luminoso, más bello. Logra que sea entrega sincera, don gratuito, sacrificio del propio yo en beneficio de la persona amada. Es virtud del que se sabe lleno de Dios y templo suyo.

La pureza, en fin, si es auténtica, es fuente de alegría; no de la simple e imprecisa sensación de bienestar, de placer; ni de una “animación” superficial, forzada, reacción biológica al alcohol o a los diversos tipos de droga. La alegría del alma limpia tiene fuentes bien distintas: acompaña al amor auténtico y tiene como causa precisa la presencia de un bien, reconocido como tal. ¿No es esto lo que se significa en las palabas del Ángel a María: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”?

Acudamos a San José, esposo castísimo de María, cuyo año jubilar concluye hoy; invoquemos a María Inmaculada; que intercedan ante el Señor, y nos alcancen esta virtud que ennoblece a quien la tiene y respeta la dignidad de los demás. Amén.

 

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