Homilía del Sr. Obispo en la Solemnidad de la Santísima Trinidad

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Queridos hermanos, saludo a cuantos os encontráis presentes en esta Iglesia del convento de las Madres Clarisas de Sisante y a todos los que seguís por la televisión la celebración de esta Eucaristía.

1) A lo largo de las últimas semanas estamos celebrando algunos de los misterios centrales de nuestra fe: la gloriosa Resurrección del Señor, su Ascensión a los cielos, la venida del Espíritu Santo, y hoy el misterio de la Santísima Trinidad, corazón de la fe cristiana. Enseguida celebraremos también el misterio de la Eucaristía en la solemnidad del Corpus Christi.

Cuando se habla de misterio muchos entienden que se trata de algo obscuro, intrincado, difícil, si no imposible de entender. Y el de la Ssma. Trinidad es visto como el misterio de los misterios, misterio “oculto en la tiniebla”, como se ha dicho. Pero con igual razón podemos hablar de la Ssma. Trinidad como del misterio “oculto en la luz”, por más que ello pueda antojársenos una paradoja. A este respecto, es útil recordar que existen no pocas teorías humanas en los diversos campos de la ciencia, que pueden resultar imposibles de entender para muchos; no así, desde luego, para quienes las han ideado y formulado o para los expertos en las mismas. Pues bien, los misterios divinos son pura luz –Luz de Luz, decimos del Verbo eterno de Dios en el Credo-; luz ciertamente inaccesible en su más íntima realidad. Pero el que lo sean para nosotros, no significa que no sean Luz en sí mismos, luz cegadora como han repetido los místicos cristianos; exceso de luz para nuestros débiles ojos mortales. También el sol, fuente de luz, nos ciega si lo miramos “cara a cara”. Nuestros ojos no resisten su mirada y se cierran renunciando a ver, vencidos por su fulgor.

No nos sorprende, pues, que solo en la gloria podremos contemplar, tal cual es, el misterio de Dios, Uno y Trino. Aquí, en la tierra, nos deslumbra y nos ciegue con su luz, vivísima e intensísima, única, y nos hace experimentar al vivo la pobreza de nuestra mirada terrena. De aquí que en este Domingo de la Ssma. Trinidad, la primera actitud del creyente ante el misterio del Dios, Uno y Trino a la vez, sea la de Moisés quien, al percibir la presencia del Altísimo, se postró en tierra en la más rendida adoración. Nos postramos ante Dios, Uno y Trino, Luz sin principio ni fin, Verdad simplicísima, Santidad perfecta, Bondad infinita. Bendecimos, adoramos, y glorificamos al Dios que es uno en la esencia y Trino en las Personas.

2) Nuestra fe cristiana no es una fe vaga, o mejor, no es una fe con un contenido inconcreto, indefinido y, por lo mismo, un tanto abstracto. Nuestra fe en Dios no es tampoco una simple sensación, una pura experiencia, carente de forma, de contenido: la fe cristiana es fe en un solo Dios en tres personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esa fe puede tener como un cierto inicio que dispone a recibirla, y puede quizás avivarla, sea que se trate de la contemplación de la naturaleza, el silencio de la noche, la soledad del desierto, la belleza de la creación o la inocencia de un niño; pero nada de ello es el objeto de nuestra fe. No “creemos” en la naturaleza, ni en la noche, ni en el desierto. Nuestra fe es en el Dios Uno y Trino, hacedor de todas las cosas, redentor, santificador. La segunda carta de San Pablo a los cristianos de Corinto concluye con estas palabras que son una verdadera y solemne profesión de fe; dice: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén siempre con todos vosotros” (13,13). En el único nombre de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo somos purificados en las aguas del Bautismo y somos hechos hijos de Dios. Alabamos y damos gracias al Padre, por Cristo, con Él y en Él, en la unidad del Espíritu Santo; y la bendición que impartimos es la del Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y es movidos por el Espíritu Santo, como oramos al Padre en el nombre de su Hijo Jesucristo. Una fe con un contenido vago, indefinido será una fe cómoda, aceptable sin esfuerzo, gratificante quizás, pero no es la fe cristiana.

Añadamos que el contenido de nuestra fe no tiene que ver con un elenco de principios, o de meras ideas. Los enunciados fundamentales de la fe, lo que llamamos artículos del Credo, son verdades referidas al misterio del Dios, vivo y vivificante. En ellos se confiesa la fe en Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo a quien resucitó de entre los muertos y exaltó sobre toda criatura, derramando su Espíritu sobre nosotros (cfr. Hch 2, 32-33), el Espíritu que es Señor y dador de vida.

Solo el Dios vivo es el Dios verdadero: Señor de todo lo creado, Redentor del hombre, santificador que lleva a plenitud todo lo creado: Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

3) El Dios Uno y Trino es, en fin, “nuestro Dios” porque ha querido elegirnos como su Pueblo y nos ha dado pruebas continuas de su amor. El Evangelio que acaba de ser proclamado lo ha puesto de manifiesto al hacer presente el designio salvador de Dios, que amó tanto al mundo que le entregó a su Unigénito para que todo el que crea en Él tenga vida eterna, y nos envió su Espíritu para que santificara y guiara continuamente a la Iglesia, uniéndola en la fe, santificándola con su gracia, fortaleciéndola sobre las columnas de los Apóstoles e infundiéndole de continuo ardor misionero. Así de interesado está Dios en las cosas de los hombres. El mundo no marcha a “su” deriva, conducido por el destino, abandonado en manos de la casualidad o dE fuerzas ocultas: es la providencia amorosa de Dios quien lo dirige; tiene un plan para los hombres, y este es un designio de salvación, de felicidad. Y se ha implicado a fondo para hacerlo realidad. Dios ama a este mundo salido de sus manos y en el que quiso poner a los hombres. No se desentendió de él después de haberlo creado, ni se alejó de él una vez que lo rescató del pecado y del poder del príncipe de este mundo. Sigue implicado en nuestra historia, que es historia de salvación, y se cumple la promesa de Jesús que nos aseguró que el Espíritu Santo estaría siempre con nosotros: mora, así, en el corazón de los creyentes, está presente en su Iglesia a la que enriquece con sus dones, y dirige misteriosamente la historia de los hombres hasta su perfecto cumplimiento.

Dando voz a toda la creación, unidos a los santos y a las jerarquías celestiales, invocamos hoy, alabamos y adoramos a Dios en su unidad substancial y en la Trinidad de sus Personas. Amén.

 

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