Homilía del Sr. Obispo en la Solemnidad de la Santísima Trinidad

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Homilía del Obispo de Cuenca, Monseñor José María Yanguas, en la Solemnidad de la Santísima Trinidad durante la Misa celebrada en su Visita Pastoral a El Picazo.

Queridos hermanos:

A lo largo del Año Litúrgico hemos celebrado solemnemente los principales misterios de la vida de Nuestro Señor Jesucristo; primero su Nacimiento y adoración por parte de los Reyes Magos; luego su Pasión, Muerte y Resurrección y, más tarde, su gloriosa Ascensión a los cielos, donde está sentado a la derecha del Padre, como confesamos en el Credo. El domingo pasado celebramos la gran solemnidad de Pentecostés, la venida del Espíritu Santo que, nna vez que Jesús subió a los cielos, fue enviado por el Padre y el Hijo a fin de santificar todas las cosas, llevando a plenitud la obra de Jesús en el mundo, como rezamos en una de las Plegarias Eucarísticas.

La venida del Espíritu Santo en el día de Pentecostés señaló el comienzo de la vida de la Iglesia, enviada a continuar la misión de Jesucristo en el mundo. Como el mismo Jesús había anunciado, el Espíritu Santo nos conduce a un conocimiento más perfecto de Dios, nos comunica su fuerza para vivir como verdaderos discípulos del Señor, y pone palabas eficaces en la boca de quienes creen en Él.

San Hilario, uno de los Padres de la Iglesia, en el libro en que trata del misterio de la Ssma. Trinidad, afirma que la “mayor obra de Jesús es darnos a conocer al Padre”, afirmación cuya verdadero alcance se descubre solo a la luz de las palabras del mismo Jesús: “Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo” (Jn, 17, 3); un conocimiento que implica la comunión mediante la fe y el amor. La plenitud de ese conocimiento la recibimos gracias al Espíritu Santo “que nos lleva a la verdad plena”, en palabras del Maestro (ibidem, 16, 13). Este conocimiento pleno del misterio de Dios, del Dios Uno y Trino, conocimiento embebido de amor, “es el fin y el fruto de nuestra vida”  (S. Th., In I Sent. Dist. II, q. 1 exo).

La primera lectura, tomada del libro del Deuteronomio pone de relieve el cuidado especialísimo que Dios dispensó siempre a su pueblo, el pueblo elegido por Dios de entre todos las demás naciones. Un pueblo que escuchó la voz del Señor, el Dios vivo que da la vida, bien distinto de los ídolos que adoraban los demás pueblos, ídolos de plata, fabricados por manos humanas, que tienen boca pero no hablan, tienen ojos pero no ven, orejas pero no oyen, narices pero no huelen, manos pero no tocan, pies pero no andan (cfr. Sal 115, 4 y ss.), “en cuyas bocas no hay aliento” (Sal 135, 17); ¡ídolos, dioses muertos! Nuestro Dios y Señor, hermanos, es un Dios vivo. En el Credo profesamos nuestra fe en el Espíritu Santo de quien decimos que es “Señor y dador de vida”. De Jesús, por su parte, aprendimos que es el camino, la verdad y la vida.

El libro del Deuteronomio enseña también que no existe más que un Dios en el cielo y en la tierra, y nos exhorta a observar sus mandamientos y preceptos para ser felices. Un Dios que nos quiere plenamente felices, hasta el punto de que no dudó en entregar a su propio Hijo a una muerte cruel, para que los hombres tuviésemos vida. Dios nos quiere felices en este mundo y en el otro. La felicidad que podemos alcanzar aquí nunca es plena, se mezcla con el dolor y el sufrimiento, aunque sabemos que “a los que aman a Dios, todo les sirve para el bien (Ro 8, 28), y que los sufrimientos de ahora no se pueden comparar con la gloria que un día se nos manifestará” (ibídem 8, 18), sufrimientos que nos hacen corredentores con Cristo.

En la segunda lectura San Pablo insiste en la relación familiar, entrañable, amorosa entre Dios y los hombres. Una relación enteramente nueva, insospechada, inimaginable, misteriosa, porque nunca nos haremos cargo de su exacto significado hasta que estemos en el cielo y experimentemos, vivamos, esta realidad inefable. Nos “ha querido” hijos suyos y “nos ha hecho” verdaderamente hijos. Lo testimonia el Espíritu Santo dentro de cada uno, enseñándonos a tratar a Dios de manera filial. Dios nuestro Señor no ha querido esclavos, siervos, ni siquiera vasallos; no hemos recibido “un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino que hemos recibido un espíritu de adopción, en el que clamamos: Abba, Padre”; nos ha querido hijos, nos hace partícipes de su vida en el Bautismo, y nos alimenta con el Cuerpo y la Sangre de su Hijo; nos ha querido hijos, nos ha elevado a tan alta condición, y nos ha nombrado herederos del Reino, coherederos con Cristo. Hijos, no esclavos dominados por el miedo; libremente obedientes a su voluntad, a su amor, al que tratamos de corresponder con la misma moneda, con amor. El santo temor de Dios no es miedo servil, angustia del corazón; es, más bien, reconocimiento de lo que es Dios, el bien supremo del hombre, que no queremos en modo alguno perder. Tememos no a Dios, sino que tememos perder a Dios porque sabemos que es nuestro bien más grande; como una madre no tiene miedo del hijo, sino que teme perderlo.

Nuestra relación con Dios es pues una relación filial, amorosa, confiada, llana de seguridad. Todo lo que nos ocurre en la vida hemos de verlo desde esta perspectiva de Hijos de Dos, hijos amadísimos de Dios. Aunque no sabemos el exacto significado de esta realidad, podemos tener una cierta idea, porque todos somos hijos de nuestros padres, y muchos de vosotros tenéis hijos. Sabemos lo que es ser padres y sabemos lo que es ser hijos: no sabemos, sin embargo, la dimensión del amor paternal de Dios, porque es infinita.

Dios, en un gesto único, se nos ha manifestado, ha desvelado su misterio, permitiéndonos entrar en su intimidad. Eso se hace solo con los amigos. Entre ellos no hay secretos. Solo que nosotros no somos capaces de comprender el insondable misterio de Dios, por la limitación de nuestro entendimiento. No es defecto de la luz en la que habita Él, que es inaccesible y nuestros ojos no soportan tanta luz. En el cielo lo veremos tal cual es, lo conoceremos en toda su verdad, aunque no con la perfección con que Él mismo se conoce y nos conoce. Lo contemplaremos en su Unidad y, al mismo tiempo, gozaremos de la Trinidad de Personas, pues sabemos que es un solo, único, Dios en tres Personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo; consustanciales, con la misma dignidad y la misma santidad infinita.

Damos gracias llenos de alegría por la revelación del misterio divino, por la luz que se nos comunica, y por la gloria que Dios nos tiene preparada. Adoramos el misterio del Dios Uno y Trino y lo confesamos, reconociendo su infinita grandeza, en cuyo seno esperamos encontrarnos y gozar de Él en compañía de todos los elegidos por los siglos sin fin. Amén.

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