Homilía del Sr. Obispo en la Solemnidad de la Santísima Trinidad

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Queridos hermanos:

Hemos recorrido la vida del Señor a lo largo de los meses que, iniciando con el Adviento, nos han conducido a la solemnidad del Espíritu Santo. La liturgia nos ha hecho participar misteriosamente en la vida del Señor; nos ha hecho no solo recordarla, sino “vivirla”. Hoy fijamos nuestra pobre, corta, mirada en el misterio central de le fe que Jesús nos ha revelado y que el Espíritu Santo nos hace vislumbrar entre brumas: el misterio del Dios Uno y Trino, el misterio de la Santísima Trinidad, plenitud de verdad, de luz, de amor: “Dios mío, Trinidad a quien adoro”, como decía santa Catalina de Siena. Ante él lo primero que debemos hacer es arrodillarnos humildemente, postrarnos con respetuoso y confiado temor y adorarlo: Señor, aún no te conocemos como Tu eres, todavía no participamos de la visión, cada a cara, de tu ser, ni hemos sido adentrados en el horno del fuego infinito de tu amor; pero te reconocemos y te confesamos como nuestro Dios y Señor, Único en la sustancia y Trino en las Personas. La fe cristiana que proclamamos en el Credo es una confesión de fe en el Dios Uno, que es Padre todopoderoso, creador del cielo y tierra; que es Jesucristo hijo eterno del Padre, que se encarnó, murió y resucitó par nuestra salvación; que es Espíritu Santo, Señor y dador de vida, santificador y guía de la Iglesia.

El gran teólogo, San Gregorio Nacianceno dice en uno de sus Discursos a los cristianos, haciéndonos ver cuánto representa para él la Ssma. Trinidad: “Ante todo, guardadme este buen depósito, por el cual vivo y combato, con el cual quiero morir, que me hace soportar todos los males y despreciar todos los placeres: quiero decir, la profesión de fe en el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Os la confío hoy”. Conservad la fe en la Trinidad Santísima, eso es lo que importa, nos dice el santo.

Dios, la realidad íntima de nuestro Dios, es un misterio, una verdad tan luminosa, tan llena de luz que los débiles ojos humanos no pueden soportar. No es que la realidad sea oscura, sino que está tan llena de luz, brilla de tal modo que los ojos humanos no alcanzan a verla. La demasiada luz los ciega. Ocurre ya con la luz del sol, la estrella que nos alumbra. Gracias a su luz podemos ver las cosas, pero por su exceso de luz no podemos mirarla de frente sin que nos ciegue. Solo a los pequeños, a los humildes, se les revela Dios en su intimidad, solo ellos tiene ojos de águila. “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y se las has revelado a los pequeños” (Mt 11, 25). Dios se revela, se manifiesta a los humildes; a los soberbio los ciega en su orgullo.

Conocer este misterio no es algo baladí. La vida eterna no es otra cosa que el conocimiento amoroso de Dios “tal como Él es”: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo”. Esta es la vida eterna, la felicitad eterna.

A Dios lo conocemos como Dios-con-nosotros, Emmanuel, como el Dios protector y salvador de su pueblo. El Dios que ha creado el mundo y el hombre. El Dios que, en la creación, nos revela y nos da a conocer su poder, su grandeza, su infinitud y belleza, su majestad. Conocemos a Dios en Jesucristo, hijo único del Padre hecho hombre por nosotros y para nuestra salvación: “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre”, dice Jesús al apóstol Felipe en la última Cena (Jn 14, 9). Lo conocemos en su Espíritu Santo que el Padre y el Hijo envían para que esté siempre con nosotros y, como Espíritu santificador que es, Señor y dador de vida,  siga santificando, vivificando, la Iglesia y conduciéndola a su consumación en la gloria.

Dios, tal como lo conocemos, es un Dios que busca por todos los medios nuestro bien, que es amor en sí mismo y que nos ama infinitamente, un Dios que solo sabe amar. Así lo define San Juan en su primera Carta: “Dios es amor” (Jn 4, 8), y quien no ama no conoce a Dios. Esta es la gran novedad cristiana, novedad que se fundamenta en el ser mismo de Dios, que es a la vez uno y Trino. Uno, pues va contra la razón que exista más de un Dios en sentido propio. Trino, porque al ser amor, hay en Él alteridad personal, a la vez que el vínculo de amor, también personal, el Espíritu Santo que los une en insuperable unidad. Es el Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado. El Dios que los hombres buscaron, con miedo mezclado a esperanza, desde el principio y que siguen buscando a lo largo de toda la historia. Ahora sabemos que ese Dios nos ama infinitamente, nos acoge siempre, nos perdona cuando volvemos a Él arrepentidos; aunque también sabemos que, por nuestra parte, podemos ser malos hijos y comportarnos como infieles desamorados.

Dios existe y el misterio de la Beatísima Trinidad nos enseña que no es en modo alguno un Dios lejano, superior y distante, frio espectador de nuestras vidas. Es un Dios que  nos conoce y cuida de nosotros, que está interesado en nuestra suerte y la ha querido compartir. El Dios-amor habita ahora en el alma en gracia y la llena del fuego de su amor, de la caridad divina. Ojalá que esta verdad penetre hondamente en nuestra vida; si lo hace cambiará nuestra existencia, la reorientará de continuo, la colmará de Vida y la llenará de alegre y gozosísima esperanza. Amén.

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