Homilía del Sr. Obispo en la Solemnidad de Pentecostés

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Queridos hermanos:

¡Pentecostés! Han pasado cincuenta días después de la Resurrección del Señor; hoy se cumple la promesa del Señor: el Espíritu Santo es enviado por el Padre y el Hijo a los hombres, y la obra de la salvación queda, podemos decir, completada y garantizada por el Espíritu santificador en esta nueva y formidable intervención de Dios en favor de los hombres. El Espíritu Santo es plenitud y memoria: “el Paráclito, dice Jesús, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho” (Jn 14, 26). En efecto, leemos poco después, “cuando venga el Espíritu de la verdad os guiará hasta la verdad plena” (ibidem, 16, 13). Y también; “cuando venga el Espíritu de la verdad…, Él dará testimonio de mí” (ibídem 15, 26).

Solemnidad de Pentecostés, día de la Acción Católica y del Apostolado Seglar. La Iglesia aviva su conciencia de ser misionera y encuentra ahí la razón de su existencia. “Id por todo el mundo y predicad, bautizad, enseñad, haced discípulos”. Tarea perenne de la Iglesia. Hagamos eco hoy cada uno en nuestro interior y toda la comunidad diocesana a las palabras imperiosas de Jesús resucitado.

  1. Hemos escuchado en la primera lectura, tomada de los hechos de los Apóstoles, lo que sucedió a los cincuenta días de la Resurrección del Señor. Estaban “juntos” todos en el mismo lugar. Todos, dice el texto sin precisar más. Se refiere seguramente a los discípulos más inmediatos de Jesús, entre ellos ciertamente María, los Apóstoles, las mujeres testigos de la Resurrección. No lo está, en cambio, la multitud que lo aclamó al entrar en Jerusalén, movida quizás por el ambiente mesiánico, de restauración del reino, que se respiraba en aquellos momentos. No, ahora es solo un pequeño grupo. Es la semilla llamada a convertirse en un árbol frondoso, que hoy recibe la fuerza que mueve su extraordinario desarrollo: el Espíritu Santo. Su fuerza no son las cualidades ni las virtudes, ni la sabiduría humana, ni el poder social de aquello primeros, que se acercaba mucho a cero. La fuerza expansiva de la primera comunidad se debe solo al Espíritu Santo que el Maestro había prometido a los Apóstoles en la última cena: “Cuando venga el Paráclito que yo os enviaré desde el Padre…” (Mt 15, 26). Hoy se cumple la promesa. Primera lección de vida de esta solemnidad: si el Espíritu habita la Iglesia y el corazón de los fieles, el nuestro, y en la medida en que lo haga, su vigor apostólico será mayor o menor. Es decir, la fuerza que anima a la Iglesia, a la Acción Católica, a los laicos en general; la vitalidad y la energía que la hace fecunda es su santidad, el Espíritu que nos santifica. No otras cosas.
  2. “Estaban juntos” los discípulos, todos en un mismo lugar, insiste el texto sagrado, subrayando así la atmósfera del momento. Desde este instante, resulta bien claro que la unidad es una nota de la Iglesia. No caben en la Iglesia grupos enfrentados, partidos, facciones más valoradas que la misma Iglesia; no son de recibo las divisiones, los rencores, las celotipias, las envidias, que corroen la unidad; no pueden tener lugar en ella actitudes de menosprecio de los demás, aires primatistas, guetos accesibles solo a unos pocos: la Iglesia es casa abierta, lugar de comunión, de corresponsabilidad, de hermandad, de armonía, de concordia, de cordialidad, de mutuo afecto, de suertes compartidas, de paz. El Espíritu trae consigo comunión, unidad. Movidos por Él, los discípulos anuncian la Palabra y quienes les escuchan los oyen hablar en la propia lengua. “Un solo Evangelio” para gentes de “todo tipo de lenguas, pueblos y culturas”.

De repente, se produjeron dos fenómenos: un estruendo que provenía de lo alto, como un viento impetuoso que llenó toda la casa donde los discípulos estaban reunidos, inactivos, presos del miedo. El texto sagrado subraya la diferencia del antes y después de la venida del Espíritu Santo: antes quietos, parados, inactivos, estáticos, indecisos, medrosos; después, decididos, activos, resueltos, arrojados. El viento impetuoso del Espíritu sacude a todos y los mueve a dar testimonio de Jesús.

Y el fuego; un solo fuego que se divide como en lenguas que se posan sobre cada uno de los Apóstoles. Un fuego purificador que limpia, que sana, que prende en todos los corazones, que los llena de ardor apostólico. Un fuego que renueva y otorga una sabiduría nueva que enseña a distinguir la voluntad de Dios en cada momento, que da nuevo amor y la fuerza que necesitamos para acogerla y cumplirla.

  1. Pentecostés. Visto desde nosotros, hablamos de la “venida” del Espíritu Santo. Vista desde Dios, en cambio, se trata del “envío” de su Espíritu que es un solo Dios con el Padre y el Hijo. Un don preciosísimo que viene a completar la obra de Jesucristo, a llevarla a plenitud. Viene para hacernos imagen perfecta de Jesucristo. ¿Condición para que su eficacia sea plena? Abrirle el corazón, recibirlo, dejarle entrar, permitirle que se asiente en el centro del alma y gobierne nuestra existencia. Porque la vida cristiana consiste precisamente en eso; en ser dóciles a la acción del Espíritu en nuestras almas. “Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” (Ro 8, 14). Los frutos de ese dejarse guiar por el Espíritu son señalados con precisión por san Pablo: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí. Con la misma exactitud señala también el Apóstol las obras de la carne que se oponen al Espíritu: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, enemistades, discordia, envidia, cólera, ambiciones, divisiones, disensiones, rivalidades, borracheras, orgías y cosas por el estilo”; y a conclusión de esta larga enumeración dice san Pablo con palabras que suenan a una seria advertencia: “quienes hacen estas cosas no heredarán el reino de Dios”; palabras a las que siguen otras de ánimo y estímulo: “Si vivimos por el Espíritu, marchemos tras el Espíritu”.

El Espíritu Santo fue enviado por el Padre y el Hijo para que se quedase con nosotros. La promesa de Jesús de que permanecerá a nuestro lado hasta el final de los tiempos se cumple, de manera inesperada y sobreabundante, con la presencia entre nosotros de su Espíritu. Guía la nave de su Iglesia, también en los momentos difíciles de borrasca, de violentos fuertes contrarios de desunión, de penosos y extendidos extravíos en la fe y en la moral, de remeros que en vez de permanecer serenamente en la barca se lanzan locamente a las aguas embravecidas. No ha disminuido el poder de la mano del Señor. Pero debemos avivar nuestra fe e intensificar la oración para que el Señor nos mantenga, por la fuerza de su Espíritu, fuertes en la fe, activos en la caridad, audaces para anunciar la Buena Nueva del Evangelio con nuestras lenguas y con nuestras vidas, guiadas y animadas por el Espíritu del Señor. Amén.

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