Homilía del Sr. Obispo en la Solemnidad de Pentecostés 2021

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Han pasado 50 días desde que el Señor subió a los cielos y nos dejó un encargo que representa una tarea para la Iglesia de todo tiempo y lugar. Nos dio también un mandamiento que siempre será nuevo: el de amarnos unos a otros como Él nos amó… y sigue amándonos. Nuevo porque nunca lo cumpliremos por entero, pue siempre descubriremos nuevos aspectos del mismo, ya que la meta es inalcanzable: ¡como Él nos amó! Solo los santos se acercan a esa meta, aun permaneciendo siempre lejos. Son los mártires quienes más se le aproximan al dar la vida en un gesto supremo del amor.

Además de darnos un mandamiento perennemente nuevo, el Señor nos confió, como he dicho, una misión que será siempre igualmente nueva, ya que nunca acabaremos de cumplirla. “Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16, 15). También aquí el modo de cumplir la misión es de una exigencia suprema: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo” (Jn20, 21). Y Él vino para salvar a todos, ya que en sus manos ha puesto el Padre a todos los hombres. Elevados a la condición de hijos de Dios, trasformado cada uno en otro Cristo por el Bautismo, recibimos la unción del Espíritu Santo con la Confirmación, y el Señor Jesús nos confía la misión que Él había recibido del Padre.

1) Celebramos la solemnidad de Pentecostés, la efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente. En la oración Colecta, nos dirigimos al Padre por medio de su Hijo y Señor Nuestro Jesucristo, implorando que realice en el corazón de los fieles las mismas maravillas que llevó a cabo en los inicios de la predicación evangélica. Lo que el Señor realizó entonces fue precisamente enviarnos el Espíritu Santo: darnos el Amor increado, infundir el Espíritu del Padre y del Hijo en los corazones de los creyentes para que pudieran amar como Jesús nos amó. Y al mismo tiempo dar a la Iglesia el imput, el empujón para que se pusiera en marcha; la fuerza para cumplir con la misión de Jesús que Él, a su vez, nos confió.

El Espíritu Santo se manifiesta el Espíritu Santo en su venida como viento impetuoso y fuego: viento fuerte, violento, que llena toda la casa y parece ponerla en movimiento. Fuego devorador que purifica como hemos escuchado en el Evangelio: “Recibid el Espíritu Santo, a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados” (Jn 20, 23); fuego que purifica, pero también fuego que une, que funde los corazones haciendo de la multitud de los creyentes un solo corazón y una sola alma: un solo Señor y Dios, aunque sean diversos los carismas, múltiples los ministerios y variadas las actuaciones; fuego, que impulsa a la misión, amor activo, diligente, eficaz, dinámico.

Hemos leído en la primera lectura que, al cumplirse el día de Pentecostés, los Apóstoles estaban todos juntos en el mismo lugar; el viento lleno la casa donde “se encontraban sentados” (Hch 2, 2). Inmediatamente se pusieron en movimiento y comenzaron a predicar en todas las leguas, significando así que los destinatarios de la Buena Nueva son todos los pueblos: partos, medos, elamitas, gentes de Capadocia, de Judea y del Ponto, de Asia de Frigia y de Panfilia, de Egipto y de la parte de Libia y Cirene; romanos, cretenses y árabes. ¡A todo el mundo se extiende su pregón! Nace un nuevo pueblo formado por todos los pueblos; el pueblo de los convocados por el Evangelio, el nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia, Católica desde sus mismos inicios; Santa porque ha sido y es ungida por el Espíritu de Dios; Apostólica, porque nace de la predicación de los Apóstoles.

2) Cincuenta días después de la liberación de Egipto, las tribus de Israel llegan al pie del monte Horeb. Dios hace un pacto con ellas y se forma un único pueblo, que recibe la ley grabada en piedra que debe regir este nuevo pueblo. Cincuenta días -¡siete semanas, número de plenitud!-, después del triunfo de Jesús sobre la muerte, el nuevo pueblo de Dios nacido de la nueva alianza, recibe la nueva ley, ya no escrita en piedra sino en el corazón de los fieles creyentes. Por esta ley debemos gobernarnos: la ley del Espíritu que es amor. “El amor de Dios, dirá san Pablo, ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Ro 5, 5).

Quien no ha recibido al Espíritu Santo no puede reconocer a Jesús como Señor. Conocerá, quizás, a Jesús como un hombre de gran talla, un maestro de elevada doctrina o una persona de gran altura moral, digno de ser respetado y aun admirado por todos. Pero eso no nos convierte es discípulos suyos, no nos empuja a confesarlo como Señor, como Dios nuestro, como Salvador y Redentor. Para eso necesitamos que el Espíritu Santo nos ilumine y nos permita reconocer a Dios en ese hombre excepcional. Y necesitamos que el Espíritu Santo habite en nosotros para recibir la fuerza, de manera que podamos seguir las huellas de Jesús y comportarnos como verdaderos hijos de Dios. Así lo recuerda san Pablo a los fieles de Roma: “Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” (Ro 8, 14).

El Señor nos envía su Espíritu: “si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito” (Jn 16, 7). Dejémonos llenar por ese Espíritu que viene con su pléyade de dones: con sus siete dones, decimos para indicar la riqueza de gracias que aporta a quien le abre el alma. Pidámosle y dejémosle que sea nuestro huésped, que entre hasta el fondo del alma, que llene de luz nuestras almas y conforte nuestros corazones en el empeño por vivir como verdaderos hijos de Dios. Amén.

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