Homilía del Sr. Obispo en la Solemnidad de San Julián, Patrono de Cuenca

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Queridos hermanos sacerdotes, Sr. Alcalde, autoridades civiles y militares, Archicofradía de San Julián, queridos hermanos todos. Un saludo muy cordial en este día de la festividad de nuestro Patrono San Julián.

Un año más las comunidades cristianas conquenses se reúnen, como lo hacemos en esta Santa Iglesia Catedral, para celebrar la Eucaristía en el día en que honramos a nuestro patrono san Julián, segundo Obispo de la diócesis de Cuenca, ministerio que abrazó “empujado” por Alfonso VIII.

Una línea de la iconografía del santo pone de relieve su condición de Obispo. Se le representa, en efecto, con lamitra sobre la cabeza, el cayado de pastor o pastoral en su mano izquierda y el evangelio en la otra: símbolos, el primero, del poder y  la autoridad de que gozó como Obispo, sucesor de los Apóstoles; de su condición de pastor del pueblo de Dios el segundo, y de su tarea y misión como heraldo de la Buena Nueva el tercero.San Julián trabajó incansablemente para consolidar la estructura y organización de la diócesis recién creada y predicó a todos con generosidad la doctrina evangélica.

La otra línea iconográfica del Santo lo muestra en su bien conocida tarea de tejer cestillos de mimbre que después vendía para atender a las necesidades de los más pobres con el dinero recabado. La tradición cristiana cuenta a San Julián entre los santos “limosneros”, que han hecho presente el amor de Dios entre indigentes y menesterosos, llevando una chispa de esperanza a sus vidas. La figura de nuestro santo Patrono se nos revela, pues, como celoso pastor de su puebloy predicador del Evangelio; y, al mismo tiempo, como ejemplo de una vida presidida por la caridad, en la que se refleja y trasparenta el rostro del Maestro.

Fe, pues, y caridad; adhesión sincera a Jesucristo y a la verdad de su Evangelio, y obras de fe que testimonian su autenticidad. En una de las oraciones para el oficio de Laudes en las fiestas de los santos Pastores, la Iglesia reza: “Señor tu que has querido contar en el número de los santos a tu siervo san N., y lo has hechos brillar por el fuego de la caridad y el poder de una fe que vence al mundo, haz que, por su intercesión, perseveremos en la fe y en el amor, y merezcamos participar de la gloria con que lo coronaste”. La oración parece hecha a la medida de San Julián. Fe y caridad fueron los ejes que vertebraron su vida y deben hacerlo con la de cada cristiano. Una vida iluminada por el Evangelio, que nos enseña la verdad sobre el hombre, el matrimonio y la familia, el trabajo, las relaciones con los demás, la vida social en sus distintos ámbitos y tareas. Necesitamos la luz de Cristo, para que ilumine nuestros pasos, para descubrir por dónde debemos caminar y qué senderos debemos seguir. Los cristianos necesitamos conocer esa verdad, ser formados en ella, crecer en su conocimiento, para aplicarla después a nuestras vidas. No es posible la vida cristiana si no está iluminada por la fe. No es posible saber cómo debemos comportarnos si desconocemos quiénes somos. Tampoco es posible educar a un niño si se desconoce el hombre que queremos hacer de él; se irá a tientas, y muy probablemente la educación resultará fallida. E igualmente no será posible una vida cumplidamente humana, realizada, feliz, si la luz de la verdad no es guía de la libertad. Una libertad sin regla ni medida ni límite, pronto se convierte en libertinaje y capricho, y termina en esclavitud y sometimiento a las propias pasiones o a los poderes de este mundo: el noble ideal de un hombre verdaderamente libre cede a la realidad de un pobre guiñapo esclavo de sus caprichos y antojos, carentes de motivos y fundamentos razonables. Quien entiende la libertad como el primitivo e infantil hacer lo que a uno le viene en gana, pronto experimentará que lo que le viene en gana no es lo que en el fondo de su alma quiere.

Junto a la fe e inseparable de ella, la caridad. “¿Cómo se hace para llegar a ser un buen cristiano?”, se pregunta el Papa Francisco en la Exhortación Apostólica Alegraos y regocijaos. Y se responde: “es necesario hacer, cada uno a su modo, lo que dice Jesús en el sermón de las bienaventuranzas” (n. 63), enseñanza con la que el Señor nos muestra el camino de la santidad y, por tanto, el camino de la felicidad. Santo, feliz, es aquel que vive las bienaventuranzas; no quien las conoce al dedillo, no quien medita sobre ellas, no quien las repite una y otra vez; no, ¡quien las vive!, ¡quien las practica! Y no es tarea fácil, no son algo “liviano y superficial”, como dice el Papa, pues nos marcan un camino poco frecuentado y señalan un estilo de vida a contracorriente. Las bienaventuranzas exigen un cambio de vida frecuentemente radical; bienaventurados los sencillos y humildes, frente a los soberbios; bienaventurados los apacibles, frente los que se aíran por nada; bienaventurados los que lloran, frente a quienes solo buscan el disfrute y la diversión; bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, frente a aquellos a quienes el mal les deja indiferentes; bienaventurados los misericordiosos, frente a quienes tienen el corazón endurecido e incapaz de sufrir el dolor de los demás;  bienaventurados los limpios de corazón, frente a quienes se dejan esclavizar por las pasiones más bajas; bienaventurados los que trabajan por la paz, frente a los creadores de división, enfrentamiento y odio; bienaventurados los que sufren persecución, que serán mal vistos y ridiculizados porque cuestionan a la sociedad con su vida honrada y justa, frente a quienes el mundo aplaude y jalea, veletas que se mueven al viento que sopla, carentes de sólido fundamento y de firmes principios.

Nuestro Patrono San Julián supo ver a Cristo en el rostro de los pobres y sufrientes. Comprendió que seremos juzgados según el preciso protocolo que el Señor describe en el capítulo 25 del Evangelio de San Mateo: “Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”. Palabras que el Papa Francisco apostilla diciendo: “El Señor nos dejó bien claro que la santidad no puede entenderse ni vivirse al margen de estas exigencias suyas, porque la misericordia es el ‘corazón palpitante del Evangelio’” (ibídem, 97). Son exigencias evangélicas que nunca dejarán de interpelarnos y que nos dejarán siempre insatisfechos al considerar el modo en que respondemos a ellas. Es bueno que sea así. Nuestra respuesta insuficiente mantendrá viva la oración para que el Señor ablande nuestro corazón, y estimularán el deseo de corresponder con mayor generosidad.

Unidos a quienes nos han precedido en la fe en esta tierra a lo largo de más de ocho siglos, veneramos la memoria de nuestro Patrono San Julián, celebramos su santidad, nos acogemos a su patronazgo y acudimos a su intercesión. Que el Dios de la misericordia conceda a los hombres y mujeres de nuestra tierra, a sus pueblos y ciudades, paz y prosperidad, y por la intercesión de San Julián “perseveremos todos en la fe y el amor, y merezcamos así participar de la gloria” con la que él fue coronado. Amén.

FOTO: Hermandad de Nuestro Padre Jesús con la Caña.

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