Homilía del Sr. Obispo en la Solemnidad de Santiago Apóstol

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Queridos hermanos:

De manera muy sucinta, nos cuenta san Lucas en los Hechos de los Apóstoles la muerte de Santiago el Mayor, hijo de Zebedeo, hermano de Juan, el primero de los Apóstoles que entregó su vida por fidelidad al Maestro. “El rey Herodes decidió arrestar a algunos miembros de la Iglesia para maltratarlos. Hizo pasar a cuchillo a Santiago, hermano de Juan”. Poco antes se nos ha dicho que “los apóstoles daban testimonio de la resurrección de Jesús”. Ese era el contenido esencial de la predicación de los Apóstoles, también de la de Santiago: el Cordero sacrificado en la Cruz, ha resucitado, vive. ¡Cristo vive! ¿Quién podría dar muerte a la Vida? El texto de los Hechos sigue diciendo que los Apóstoles se reunían, con un mismo espíritu, en el pórtico de Salomón. La Iglesia animada de un mismo Espíritu oraba, y crecía el número de los discípulos. Las autoridades del pueblo judío, temerosas de los frutos de la predicación de los Apóstoles, los llevan ante el Sanedrín. Les recuerdan que les habían prohibido hablar en nombre de Jesús. Los Apóstoles responden de manera incontestable: “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. De manera que ellos, muy al contrario, hacen resonar en toda Jerusalén su Evangelio, la buena nueva de la salvación. Llenaron la ciudad con su enseñanza, dice el texto sagrado. Han sido testigos de primera mano de lo que enseñan y, por eso, no pueden callar. No pudo callar Santiago y su celo lo llevó hasta España donde, según la tradición, predicó la fe.

Con Pedro y Juan, Santiago estuvo presente en dos acontecimientos fundamentales de la vida del Maestro, que dejaron en él una huella muy honda. Acompañó, en efecto, al Señor en el monte Tabor cuando se manifestó su gloria y se reveló como Dios, como Cristo, Mesías, Ungido del Señor: “Su rostro resplandeció como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz” (Jn 17, 2). “Dios de Dios, Luz de Luz”, lo confesamos en el Credo.

Y con Pedro y Juan, acompañó también al Señor en el momento de la suprema tentación, den la “hora” del poder de las tinieblas; y pudo contemplarlo en su debilidad de hombre, hombre como nosotros. Así, Santiago fue Testigo de Jesús, perfecto hombre; y del Cristo, Dios verdadero. Lo que vio, lo anuncio por todas partes: que Jesús el Nazareno, hijo de María, hombre como nosotros, es al mismo tiempo hijo de Dios. El Verbo eterno hecho hombre mortal; se rebajó por amor nuestro, y asumió nuestra condición, para que pudiéramos participar en la suya. Este el misterio central de nuestra fe. La buena noticia por excelencia.

El centro de nuestra fe, sí, pero también la tarea que encomendó a los discípulos: Id por todo el mundo y anunciad a Jesucristo muerto y resucitado, “único salvador del hombre”. Así lo afirma rotundamente Pedro en uno de sus primeros discursos: “no hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos” (Hch 4, 12). La Iglesia crece cuando anuncia su fe, y su fe es un Dios vivo, el que vive ayer, hoy y siempre (cf. Hb 13, 8). Si no viviese, si no fuese nuestro contemporáneo, ¿cómo nos relacionaríamos con él? Se ha dicho, con razón, que “no existe una relación viva con una persona muerta”. Y el Papa Francisco comenzaba su primera Exhortación Apostólica, titulada El gozo del Evangelio, con estas palabas: “La alegría del evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús” (n. 1).

La nueva etapa evangelizadora que se nos pide emprender parte de aquí, de la alegría “transformadora” de quien se ha dejado encontrar por Cristo, de quien ha respondido a su llamada: “Ven y sígueme”, sin titubeos ni retrasos; sin poner límites a las exigencias, sin condiciones, sin probaturas. La respuesta de Juan y Andrés, como la de Pedro y Santiago, fue neta, sin dejar lugar a dudas: “Dejándolo todo lo siguieron”. Esa fe, esa entrega radical, confiada, sin vuelta atrás de los apóstoles, hasta el martirio, con la gracia de Dios, está en el origen del extenderse de la Palabra de Dios. Como la fe de los misioneros en Cristo, único Salvador, está en la expansión del cristianismo siglos más tarde.

Como dijo Benedicto XVI: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”. ¡La alegría transformadora del Evangelio! El encuentro con Jesucristo, con aquel que confesamos en el Credo: “y el Verbo de Dios se hizo hombre”, transformó a Santiago. Fue el acontecimiento decisivo de su vida. Acontecimientos importantes en la historia ha habido muchos (el fuego, la rueda, la imprenta, el motor de explosión, la energía atómica, llegada a la luna, internet…), decisivos ninguno, fuera de este. Un encuentro que cambiaría a Santiago: del hijo del Zebedeo ambicioso, con deseos de gloria y afán de poder, al apóstol que bebería hasta las heces el cáliz de la pasión de Cristo, entregando la vida por el Maestro. Y se dejará llevar por el amor de Cristo hasta los confines del imperio, hasta el corazón de España, sin parar mientes en sufrimientos sin cuento, dificultades aparentemente insalvables, oposición enconada, resistencias hostiles, que necesitarán del auxilio de la Madre de Dios que lo consuela y conforta y, con su protección, se hace “Pilar” de la fe de los pueblos de España.

Fiesta de Santiago, Patrón de España, patrón sin que se le tributen honores públicos, patrón en tierras donde a veces la fe cristiana resulta extraña incluso para los mismos que dicen profesarla; donde parecen imponerse hábitos y costumbres que avergonzarían a los cristianos de no hace mucho tiempo; donde surgen, por la voluntad de los menos, falsos derechos y adquieren carta de ciudadanía falsos valores. Donde, cierto también, muchos conservan vivas las brasas de la fe de nuestros mayores.

A Santiago la fe en Jesús lo llevó a tierras lejanas con el fin de anunciar el evangelio a nuevas gentes. La tarea de construir un mundo no contra Dios, sino según Dios es hoy tarea nuestra. Y no podemos, sin sonrojarnos, renunciar, pusilánimes, a edificarlo, hombro con hombro, con las gentes de buena voluntad, en el respeto de todas las personas, movidos por el afán de convivir con todos, sabiendo comprender y perdonar cuando sea necesario, sin renunciar a llevar al mundo la sal y la luz del Evangelio. Dejándonos transformar y transformando este mundo.

Santiago, discípulo y amigo de Jesús, primero de los Apóstoles mártires, perseverante predicador del Evangelio, que fuiste consolado y confortado por la bienaventurada madre de Dios, patrón de España, te pedimos, como hemos rezado en la oración Colecta: “que por tu intercesión sea fortalecida la Iglesia en España y se mantenga fiel a Cristo hasta el final de los tiempos”. Amén.

 

 

 

Foto: Catedral de Cuenca

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