Homilía del Sr. Obispo en la Solemnidad del Corpus Christi

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1) Acabamos de escuchar en el Evangelio las palabras pronunciadas por nuestro Señor en la última cena, la víspera de su pasión y muerte, el nuevo y definitivo sacrificio de comunión entre Dios y los hombres. La nueva Alianza, el nuevo pacto entre Dios y la humanidad se sella con sangre, como el que al pie del monte Sinaí firmó Dios con su pueblo. Entonces, el Señor entregó a su pueblo las diez palabras de la ley escritas en piedra, y las tribus de Israel se comprometieron solemnemente a observarlas diciendo: “haremos todo lo que manda el Señor y lo obedeceremos”; y en el acto de entrega y aceptación de la ley divina, nace el Pueblo de Dios, constituido por las doce tribus de Israel.

En la segunda lectura, tomada de la Carta a los Hebreos, se nos dice que ese pacto, mil veces roto por el pueblo de Dios, va a ser sustituido por uno nuevo, la nueva Alianza, sellada también con sangre; pero esta vez no con la sangre de animales, de machos cabríos o de becerros, sino con la sangre de Jesucristo, verdadero hijo de Dios y hombre como nosotros. Esta nueva Alianza tiene carácter definitivo: no habrá otra, durará para siempre. Las dos partes que subscriben el pacto están presentes en Cristo de manera inseparable. En efecto, Cristo es Dios, el Hijo eterno del Padre, y al mismo tiempo es hombre, cabeza de su cuerpo que es la Iglesia y de toda la humanidad. El pacto no se escindirá jamás, porque Dios es fiel a su palabra y porque el hombre Jesús ha cumplido perfectamente la ley o voluntad del Padre durante toda su vida, y ratificó y consumó su obediencia con la muerte. Las palabras pronunciadas por el pueblo al pie del Sinaí, desdichas y traicionadas tantas veces a lo largo de su historia, las hizo plenamente verdaderas Jesucristo con su vida, su pasión y su muerte: hizo lo que le mandó su Padre y le obedeció fidelísimamente.

2) Los discípulos de Jesús, nos incorporamos a Él al participar en su muerte y resurrección mediante el Bautismo y somos constituidos miembros del nuevo Pueblo de Dios que nace de la Alianza sellada en la Cruz. Cada vez que se celebra la Eucaristía, memorial de la Pascua del Señor, se actualiza esta Alianza: “Haced esto en memoria mía”. En la Santa Misa se hace nueva la Alianza; no se sella otra Alianza, sino que se renueva la Alianza en la sangre del Cordero inmolado que quita el pecado del mundo. Pero esa Alianza la selló el Señor Jesús como cabeza de la humanidad y del nuevo pueblo de Dios. Cada uno de nosotros, cristianos, hicimos en Cristo esa Alianza con Dios. Y nos comprometimos a hacer lo que manda el Señor, a obedecerlo.

Y ¿qué nos manda el Señor? Que hagamos lo que Él hizo. Y ¿qué hizo Jesús? Entregarse, donarse, amar, porque quien obedece ama; no el que dice Señor, Señor, sino el que cumple la voluntad del Padre. Y el que más da, el que más dona y se entrega es el que más ama. El mayor amor es el de aquel que da la vida por los demás, como hizo Jesús, que “siendo de condición divina (…) se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte” (Ef 2, 7-8). La piedra de toque del amor es la entrega fiel a la voluntad de Dios, para la salvación de los demás. Por eso la Santa Misa es esencial para el cristiano: centro en torno al cual gira su vida, y culmen donde alcanza su plenitud. Al hacer actual, presente, la nueva Alianza sellada en la Cruz, la celebración eucarística, renovamos la conciencia y la voluntad de hacer lo que Jesús hizo: vivir la obediencia al Padre hasta la muerte, entregar la vida por el bien de nuestros hermanos. Dar todo lo que tenemos, aunque no posea gran valor; como aquella mujer del Evangelio que puso dos moneditas en el tesoro del templo y de la que dijo el Señor que aquella ofrenda era más valiosa que las monedas de oro que otros echaban.

3) Por eso, la celebración de la Eucaristía es la gran fiesta de la Caridad, del amor, de la entrega a Dios y a los demás. Decir Eucaristía es, en efecto, decir amor, entrega, don, generosidad, servicio, gratuidad, olvido de uno mismo, sacrificio por los demás; es compartir, introducir a los demás en la propia vida, en el propio corazón, hacer que “los otros” no sean ya ajenos, extraños, a mí, sino parte de mi propio yo. El amor de Dios no se revela principalmente en los numerosos dones que nos hace, en lo que nos da, sino en que se da Él mismo de manera inaudita; más aún de manera inimaginable e impensable: nos hace como Él, hijos de Dios, no por naturaleza -cosa imposible-, sino por gracia y participación. ¡Pero verdaderos hijos de Dios, no solo de nombre, no solo como un modo de decir! Nos ha hecho en cierto modo uno con Él. Solo teniendo esto presente se entienden quizás con mayor plenitud las palabras de Jesús que hoy se nos proponen como lema para esta fiesta: “Cada vez que lo hicisteis con uno de esos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40).

Son palabras que nos traen a la mente otras del mismo Jesús con las que prometió estar con nosotros “hasta el fin de los tiempos” (Mt 28, 20). Permanece, con nosotros en efecto, de muchas maneras, sosteniendo a la Iglesia y a cada uno de nosotros. Como nos recuerda de nuevo en este día la Iglesia, Jesús permanece de manera del todo singular -real, sustancial y verdaderamente-, en la Sagrada Eucaristía que hoy adoramos y alabamos de manera especial, llevándola en procesión por nuestros calles y plazas, o en el interior de las iglesias. Y está presente también en los demás, en sus “hermanos más pequeños”, en los más humildes, pobres, vulnerables y débiles; en los que sufren, en los que carecen de lo que a otros –a nosotros mismos– nos sobra; en los enfermos, los tristes y solos; en quienes son objeto de burla, de desprecio, de insulto. Como han recordado los Obispos españoles de la Subcomisión de Acción Caritativa y Social en su Mensaje para la festividad de hoy: ¿cómo vivir la Eucaristía sin estar más cerca de aquellos con quienes el Señor se ha identificado?

La fiesta que celebramos aviva nuestra fe en la Sagrada Eucaristía, despierta aún más la conciencia de la Misa como centro de nuestra vida cristiana, y nos advierte de que esta, si es auténtica, es existencia vivificada por la obediencia a Dios y la entrega a los demás. Si tratamos de vivir así cada día, contribuiremos, con la gracia de Dios, a edificar una sociedad donde sea cada vez un poco más real la amistad social y daremos un paso hacia la fraternidad universal que el Papa nos propone a todos como meta irrenunciable. Amén.

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