Homilía del Sr. Obispo en la Solemnidad del Corpus Christi 2023

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¡Glorifica al Señor Jerusalén! Nos invita hoy la Iglesia a dar gloria a Dios, a alabarlo por el gran milagro de la Eucaristía, misterio en el que se anudan las verdades centrales de nuestra fe: el designio y voluntad salvadora del Padre que entregó a su propio Hijo para nuestra salvación, se cumple en el sacrificio de la Cruz, en el que se consuma la obediencia de Jesús al Padre, quien nos envía su Espíritu para que, a imitación de Cristo, no vivamos para nosotros mismos, sino para Él y los hermanos.

En esta solemnidad del Corpus Christi hacemos memoria del gesto de amor de Nuestro Señor Jesucristo quien antes de morir instituye el sacramento de la Eucaristía, gracias al cual se perpetua y se actualiza la obra de la redención. Alguien podría quizás decir que no era necesario que el Señor instituyera este sacramento, pues la eficacia de su sacrificio es infinita, penetra todos los tiempos y alcanza a todos los hombres. Además, la superioridad del sacerdocio de Cristo sobre el de los sacerdotes del Antiguo Testamento, y la preeminencia de su sacrificio sobre los ofrecidos en la Antigua Alianza se pone de manifiesto en que tanto el sacerdocio de Cristo como su sacrificio son únicos, y por este han sido perfeccionados los hombres definitivamente. Pero Dios ha querido que el sacerdocio de Cristo fuera participado por otros sacerdotes, que su mismo y único sacerdocio se hiciera presente en otros hombres, que – ¡misterio grande! – no tienen un sacerdocio distinto del de Cristo; no son, podemos decir, otros, sacerdotes, sino el mismo sacerdote, Cristo. Los sacerdotes impersonan a Cristo, se revisten de su persona. Y el sacrificio que ofrecen, la Misa que celebran, es el mismo sacrificio de Cristo, su misma Misa. No hay ni otro sacerdocio ni otro sacrificio.

Cuando se dice que la Eucaristía es el memorial del sacrificio de Cristo no estamos afirmando que realizamos un rito que nos trae a la memoria lo sucedido hace dos mil años. Lo que en realidad afirma nuestra fe es que celebramos sacramentalmente, actualizándolo, lo mismo que Jesús hizo entonces. El mismo y único acto redentor del Señor se representa hoy, tiene lugar ahora, pero de otro modo, sacramentalmente. Este es el misterio: un acontecimiento pasado y presente a la vez. No algo pasado que recordamos y celebramos. Esto no sería un misterio, pues lo hacemos con frecuencia, en los cumpleaños, por ejemplo. El misterio de la Eucaristía está intrínsecamente vinculado al de la Iglesia: “haced esto en conmemoración mía”. Los Apóstoles son la única Iglesia, presente ya en el Cenáculo. Vemos y oímos. con sus ojos y oídos. ¿No nos ayuda esto a entender lo que significa tomar parte en el Santo Sacrificio? ¿No entendemos mejor que tomar parte en él no es estar presente sin más, ni siquiera leer las lecturas, o las peticiones por las necesidades de los hombres, o cantar o presentar las ofrendas…? ¿No comprendemos que ese modo de participar es real, pero muy, como decir, ligero, casi diría, superficial? Sí, entendemos mejor las palabras de Pablo que hemos escuchado en la segunda lectura, cuando dice: “El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la Sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión del Cuerpo de Cristo?”. Comunión, unión estrechísima, identificación con Cristo: esto es la perfecta participación Misa, identificación con Cristo que se ofrece obediente a la voluntad del Padre y se entrega por nosotros. La participación en la Misa es comunión con el santo de Dios, es unirnos a Cristo en la obediencia a su voluntad, y así nuestro sacrificio es, a la vez, el suyo; su obediencia al Padre se refleja en la nuestra; y participar en ella es hacer nuestra su entrega por los demás, su servicio generoso a los hombres.

Pero la Eucaristía es también un misterio de presencia. Esta no desaparece una vez terminada la Misa. Jesús queda en la Hostia santa para alimentar a los enfermos y para ser objeto de nuestra adoración, para poder gozar de su compañía, para hacerlo nuestro confidente. Es misterio de presencia, una presencia verdadera, real, substancial de Cristo, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. La presencia de Cristo en la Eucaristía no es la que se da en un objeto, en algo que nos recuerda a la persona que no está realmente presente; un símbolo, una figura o un signo, un recuerdo nos hace de algún modo presente algo o a alguien; pero no lo substituye; sabemos que es una figura, un símbolo, pero no la misma persona. La Eucaristía no es un simple símbolo o signo que nos trae a la memoria a alguien. En la Eucaristía Cristo mismo se hace presente, sacramentalmente, pero verdaderamente: es Cristo oculto bajo las especies del pan y del vino.

Las palabras de Jesus en el Evangelio proclamado son muy claras al respecto: Yo soy pan que alimenta, como lo fue el maná; pero lo soy de manera muy especial. “Soy, dice, el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo”. Los judíos que lo escuchaban entendieron que hablaba en serio, cuando afirmaba que su propio cuerpo era realmente pan, comida. “Disputaban los judíos entre sí: ¿cómo puede este darnos a comer su carne?”. No rebaja Jesús la fuerza de sus palabras, su sentido literal por el hecho de que los que escuchan su discurso comienza a irse uno detrás de otro, entre ellos “muchos de sus discípulos”, que consideran que su modo de hablar es “duro, ¿quién puede hacerle caso?”, dicen. Incluso la fe de los Doce parece tambalearse: “¿También vosotros queréis marcharos?”

Nuestra procesión esta tarde es la respuesta a esta pregunta que Jesús nos dirige también a nosotros. Con ella le decimos: Creemos, Señor, en tu palabra. “Tu tiene palabras de vida eterna”. Pero nuestra ha de ser coherente, ha de traducirse en modos concretos de actuar: nuestro arrodillarnos, por ejemplo, ha de ser un gesto de adoración auténtico, nuestra actitud en la casa del Señor ha de ser de respeto, nuestro modo de vestir el adecuado a la presencia de aquel a quien adoran los ángeles, nuestras disposiciones para recibirle han de ser de pureza en el alma y de decoro en el atuendo.

Recordemos que hoy se celebra el “Día Nacional de Caridad”. En realidad, cada uno de los 365 días del año debiera ser el día nacional de la caridad. Cada día debería ser un día una jornada de servicio a los demás, sencillo, oculto, quizás, pero efectivo, auténtico. Nuestro sincero reconocimiento a cuantos a cuantos trabajan en las Cáritas, parroquiales y diocesana,  y en todas las demás instituciones de caridad.

Que nuestra fe en la Eucaristía, queridos hermanos, se avive al celebrar la fiesta del Corpus Christi; que nuestra participación en ella sea auténtica, y que la recibamos con la pureza humildad y devoción de los hombres y mujeres santos. Amén.

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