Queridos hermanos: saludo cordialmente a todos, de manera particular a los miembros de la Hermandad del Santísimo Sacramento, a la Junta de Cofradías, a cuantos llevaréis sobre vuestros hombros al Santísimo Sacramento durante la procesión por las calles de Cuenca y a cuantos habéis engalanado su recorrido con altares y adornos. ¡Que Dios os bendiga!
Solemnidad del Corpus Christi. Día en que la Iglesia fija su mirada en la Sagrada Hostia expuesta a la adoración de los fieles, en la que confiesa estar realmente presente el Hijo del Dios vivo y de la Virgen Santísima con su cuerpo, sangre, alma y divinidad. La Iglesia admira y alaba la misericordia y bondad infinitas de Dios. Y sobre todo adora. Se postra yadora en silencio, aunque este, paradójicamente, se exprese en cánticos de júbilo. A veces comentamos de una persona que ríe por no llorar. Es justamente lo que nos ocurre en este día: cantamos, aunque lo que desearíamos es mantenernos en silencio mostrando nuestro asombro, el pasmo, el desconcierto ante el milagro de la Eucaristía. Es demasiado grande el misterio que celebramos; excede tanto nuestra razón que casi nos aturde. Por eso, a la vez que adoramos cantando, guardamos silencio en nuestro interior sin llegar a comprender que el Hijo de Dios, que con su poder abarca la tierra y el cielo, quede prisionero, permitid la expresión, en un trozo de pan; un Pan que ya no es tal más que en apariencia, porque toda su substancia es ahora la substancia, la carne y la sangre de Cristo. Solo cabe que entre en juego la fe, la virtud de la fe, su fuerza, que supera la duda, el escepticismo, la perplejidad, la vacilación, que provocan los sentidos Confesemos nuestra fe, confiados en la palabra de Dios que es garantía de verdad: “Esto es mi Cuerpo”. Tremendo, inexplicable, misteriosísimo…, pero verdad! Digamos con santo Tomas: No vemos Señor tus llagas como las vio Tomas, pero te confesamos como Dios nuestro; haz que aumente nuestra fe en Ti que en Ti esperemos y te amemos.
Adoramos y pedimos perdón a Dios por la ingratitud de que tantas veces hemos hecho tristemente gala los hombres, nosotros mismos, ofendiendo a Dios precisamente en el misterio excelso de su amor a los hombres. Hiriéndole, se podría decir, donde más le duele. Produce profunda pena al corazón del creyente ver con qué frecuencia se maltrata la Sagrada Eucaristía; con qué desenfado nos acercamos a recibirlo; con qué modos y modales nos presentamos ante este santo misterio; con que falta de reverencia hablamos, a veces, de él; con cuánta indiferencia ignoramos su presencia en el tabernáculo; con qué inconsciencia nos privamos de recibirlo con frecuencia; por no hablar –solo aludir a ello vergüenza- de las ocasiones en que recibimos la Eucaristía Santa sin las mínimas disposiciones del alma, la gracia, la amistad con Dios. Reparemos los pecados propios y ajenos contra este augusto misterio.
En la primera lectura hemos escuchado lo que se dice de la misteriosa figura de Melquisedec, tipo de Cristo, figura que anticipa la de nuestro Señor. De Melquisedec se dice que fue sacerdote del Dios altísimo, que ofreció pan y vino, aunque no pertenecía al pueblo de Israel. La Carta a los Hebreos nos enseña que Cristo es sacerdote para siempre según el rito de Melquisedec (5, 6). El sacerdocio y el sacrificio de Cristo están así prefigurados en el sacrifico de Melquisedec. “La Eucaristía, se ha dicho, no es mera distribución de algo que viene del pasado, sino presencia del misterio pascual de Cristo que trasciende y une los tiempos”. Lo trasciende no solo hacia delante, hasta nosotros y hasta el final del tiempo; sino también hacia el pasado, introduciendo en el misterio de Cristo figuras como Abel y Melquisedec que vivieron muchos siglos antes de Cristo.
San Pablo nos habla en la segunda lectura de una tradición que dice haber recibido y que proviene del mismos Jesús. Una tradición que él ha recibido y que nos trasmite, nos entrega, a su vez, a nosotros. Los pueblos y las familias poseen tradiciones que se trasmiten de generación en generación; las cuentan los padres o los abuelos a los hijos y nietos. Son tradiciones con gran influjo en el constituirse mismo de un país, de un pueblo, de una familia. Los hombres del norte las llaman sagas, primitivas tradiciones heroicas y mitológicas de un pueblo; en otras latitudes hablamos de cantares de gesta en que se narran las hazañas de personajes que se han convertido en leyendas. San Pablo no haba de leyendas ni de mitos, habla de algo que proviene del mismo Jesús, algo que presenciaron testigos dignos e fe que lo contaron a otros, y estos a su vez a otros hasta hoy, en una cadena ininterrumpida. Os entrego lo que yo recibí, para que vosotros sigáis trasmitiéndolo, entregándolo a otros. Esa tradición de que habla Pablo es la institución de la Eucaristía por Jesús. Sabemos cómo fue todo. Lo contaron los que fueron testigos, y así ha llegado hasta nosotros. Jesus instituyó la sagrada Eucaristía y quiso que repitiéramos, en memoria suya, lo que Él hizo. Esta tarde revivimos esa tradición y lo hacemos una vez más en memoria suya.
El Evangelio nos cuenta la primera multiplicación de los panes y peces. Una multitud sigue a Jesús durante días enteros. Los Apóstoles no saben cómo hacer para remediar el hambre de aquella gente ni pueden procurarles cobijo en la noche que se acerca. Jesús multiplica el poco de alimento que le ponen delante. Y comen todos hasta hartarse. Y aun sobra una buena cantidad de comida: doce cestos.
La Eucaristía alimenta a todos por muchos que sean quienes necesitan ese pan. Los alimenta y sacia por completo sus hambres de verdad, de bien, de amor. El Seño nos invita, como a los Apóstoles, a acercar este alimento que da la vida eterna a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Pero es también para cada uno pan y alimento. ¿Lo recibimos? ¿Lo recibimos con frecuencia? ¿Lo recibimos con la debida preparación, limpios de pecado, acudiendo previamente, si es necesario al sacramento de la Penitencia? ¿Apreciamos de verdad ese Pan sagrado acercándonos a recibirlo?
Veneremos hoy con fe y devoción es augusto sacramento y recibamos gozosos como celestial alimento. Amén.