Homilía del Sr. Obispo en la Vigilia celebrada en la cárcel

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Queridos hermanos:

Celebramos juntos esta tarde, víspera de la Navidad, el gran misterio que se nos ha dado a conocer. Fueron los pastores, gente sencilla, humilde, quienes escucharon el canto de los ángeles que entonaban el “gloria a Dios en las alturas”, y obedecieron su mandato que los enviaba a Belén de Judá, muy cerquita de donde pernoctando vigilando rebaños. Allí, en la ciudad de Dvid,verían con sus propios ojos lo que nosotros vemos ahora con la fe.

¿Qué vieron? Seguro que su mirada se dirigió en primer lugar al Niño apenas nacido que, envuelto en pañales, reposaba puesto en un pesebre, como les habían dicho los ángeles. Vieron también una joven mujer, María, su madre a ciencia cierta, y también a un hombre joven, José, cuya bondad era imposible disimular, y que parecía vigilar y cuidar del Niño y de su Madre. La escena no podría ser más entrañable. Quizás, a los pastores les resultaba también algo penosa, porque no les parecía bien que aquella que tan buena gente se veía no tuvieran más casa que un establo, ni más cuna que un pesebre, ni más compañía que un borriquillo sobre el que habría montado María en su viaje desde Nazaret a Belén.

Aquellos pastores fueron los primeros predicadores, los primeros que anunciaron a los demás lo que habían visto y oído en el Portal, quizás sin acabar de caer en la cuenta de qué se trataba exactamente. Ellos intuyeron algo:  allí había algo más de lo que sus ojos veían. Nosotros sabemos qué era ese algo más, aunque no habíamos visto como ellos. Nosotros sabemos, creemos que aquel Niño era el Hijo eterno de Dios hecho hombre por nosotros, y para nuestra salvación. Por nosotros, todos pecadores, todos necesitados de perdón, de misericordia; todos necesitados de alguien que nos quiera sin límites. Nosotros, sabemos lo que ocurrió en aquella noche santa, y que esta noche celebramos; que Dios nos ha amado sin límites, infinitamente, a nosotros pecadores, y por eso se ha hecho hombre. Nos ha amado y se nos ha entregado como un don preciosísimo; un don que es perdón, misericordia, amor que olvida, disculpa, comprensión. Un don para todos.

Por eso podríamos decir que la Navidad es “una cosa como de locos”, y que Dios me perdone este modo de hablar. Quiero decir que la Navidad es un “exceso”, un exceso de cariño, de bondad, un exceso que no entra dentro de lo normal, que sobrepasa todo límite imaginable de aquello; algo a lo que nos estamos, en absoluto, habituados. Nosotros estamos acostumbrados a devolver mal por mal, a la venganza, al desprecio, la humillación. Aquí, en Belén, es el mundo al revés; se nos da como don aquel a quien más hemos ofendido; se perdona con mayor gusto al que más debe; se ensalza y eleva más a quien más humildemente reconoce el mal que ha hecho; se busca a la oveja perdida y parece que se olvida a las demás que no se han metido en malas aventuras; se abraza al hijo pródigo y se le da lo que no había tenido el hijo mayor.; aquí no se exige lo que debemos; Dios, al contrario, nos regala no solo lo que tiene, sino lo que es, todo lo que es, el mismo.

Cuando se ama a una persona, no se le regalas solamente cosas; en cada regalo, se entrega uno a sí mismo. “No quiero tus cosas, te quiero a ti”, como eres, con tus cosas buenas y con las que no lo son. En Navidad, Dios no nos regala solo cosas, se entrega a sí mismo a cada uno de nosotros. Se hace hombre como nosotros, Enmanuel, se nos entrega para que no nos sintamos nunca solos: la Navidad, Dios con nosotros, nos asegura que hay alguien que acompaña siempre a todo hombre; que camina con nosotros, aunque quizás no sintamos del todo su compañía o parezca que nos ha dejado solos. Pero ya nadie puede ya decirlo.

Y los hombre y mujeres, nosotros, ¿cómo recibimos este regalo de valor único que es el Niño-Dios? Quizás algo distraídos por luces, músicas, regalos, comidas, encuentros familiares… Todo muy bien. Pero quizás olvidamos lo que da sentido a todo eso. Quizás olvidamos el porqué de la fiesta. Quizás nos preocupamos y atendemos al envoltorio, y descuidamos el contenido. Pero ¿qué sentido tiene quedarse con el envoltorio, por valioso que sea, olvidándonos de su contenido? El contenido es el Niño que nace en Belén y que es nuestro Salvador, el que nos salva de lo que nos oprime verdaderamente, de nuestro egoísmo, soberbia, codicia y ambiciones; de todo lo que nos empequeñece y humilla.

Navidad nos habla del amor infinito de Dios que se nos da como regalo inmerecido, y a la vez es una invitación a dejarlo entrar en nosotros y a aprender una vez más que la Vida que es Jesús es don para los demás, que la Vida es entrega, amor, olvido de uno mismo y búsqueda del bien de quien nos rodea. No podemos, hermanos, vivir la Navidad a medias. Dios ha puesto todo de su parte. Ahora nos toca a nosotros. Que así sea.

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