Homilía del Sr. Obispo en la Vigilia Pascual del Sábado Santo

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Queridos hermanos:
Hace unos momentos hemos escuchado el canto del “pregón pascual”, el anuncio, la proclamación de la verdad que llena de sentido la vida del cristiano e ilumina la historia de la humanidad, la cual carecería de sentido sin la Resurrección de Cristo. Por eso el cielo y la tierra, y también la Iglesia reciben esta noche la llamada a exultar, a gozar, a alegrarse por la victoria de nuestro Rey, que inunda todo con la claridad de su luz. Tres veces hemos anunciado a toda la creación la luz de Cristo que, “al salir del sepulcro brilla sereno para el linaje humano y vive y reina por los siglos de los siglos”.
Con el rito de la bendición de la nueva luz, del fuego que ilumina las mentes de los hombres y enciende sus corazones hemos dado inicio a esta solemne vigilia, la mayor y más noble de todas las solemnidades. Según una antiquísima tradición, en esta noche los cristianos permanecemos en vela en honor del Señor que, tras duro combate, vence a la muerte y deviene fuente de vida eterna. Con su victoria sobre el pecado y la muerte nos ha ganado la vida, su misma vida, la vida de la que comenzarán a participar estos niños con el Bautismo que recibirán esa noche.
Con esta solemne liturgia, la Iglesia anuncia una Buena Noticia, una formidable noticia: “la promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros los hijos al resucitar a Jesús” (Hch 13, 32-33). La Iglesia naciente se presenta al mundo con estas palabras. Después de más de veinte siglos, la Iglesia sigue gritando al mundo la gran noticia: ¡Cristo ha resucitado!, ¡alleluia, alleluia! Son palabras que resuenan como una perenne novedad, como un estallido de gracia, como manantial abundante e luz, de fuerza, de fecundidad. La promesa que acompaña la historia de la humanidad desde el principio se ha cumplido, se ha verificado exactamente. Los hombres, el mundo, han sido confirmados en su esperanza. No hemos sido defraudado. por Dios.
Las lecturas que hemos escuchado, del Antiguo y del Nuevo Testamento dan claro testimonio. La creación, la magnífica obra de Dios, desfigurada casi desde su mismo inicio por el pecado de los hombres, recibió la promesa de su futura restauración; la promesa se mantiene viva a lo largo de la historia y es prefigurada por diversos personajes; anunciada como liberación; cuyo cumplimiento representará un gesto inigualable de amor; una alianza que no sufrirá quebrantos nunca más, sellada por el mismo Dios, que antes de ser mandamiento y ley es don y regalo amoroso. Promesa que se hace realidad en esta noche, pues sepultados, bautizados con Cristo en su muerte, resucitamos con él para la gloria del Padre con una vida nueva (cfr. Rom 6, 4). En el Evangelio hemos escuchado a los ángeles preguntar a las mujeres, asombrados del espanto y de la titubeante actitud de quienes han acudido muy de mañana al sepulcro y han encontrado corrida la piedra de la entrada: ”¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado”.
En la tercera parte de la vigilia, la llamada liturgia bautismal. Hemos visto como en la muerte y Resurrección de Cristo se cumple la promesa de Dios. Los Apóstoles tienen buen cuidado de subrayar que todo ha ocurrido “según las Escrituras”, “para que se cumplieran las Escrituras”, tal y como estaba prevista por Dios. La Resurrección del Señor es también la prueba más contundente de su divinidad: “Destruid este templo (templo de Dios, Dios mismo), y en tres días lo levantaré (Jn 2, 19). Es, en fin, principio y fuente de nuestra resurrección futura. En la espera de que esta se realice, Cristo vive en el corazón de sus fieles. Con su gracia, estos han de procurar vivir para aquel que murió y resucitó por ellos.
El alcance salvífico del misterio pascual se realiza en un doble nivel. Por la muerte de Cristo hemos sido liberados del pecado; por su Resurrección se nos ha abierto el acceso a una vida nueva. Esta es, en primer lugar, justificación por la que recuperamos la gracia de Dios, de manera que podemos vivir una vida nueva. La vida nueva es vida de hijos de Dios, de manera que el sentido de la filiación divina debe empapar toda la existencia cristiana, llenándola de alegría y de esperanza, de optimismo y de visión positiva de la vida: somos hijos de Dios y hermanos de Cristo, condición que hemos recibido como don; pero no por ello deja de ser menos real dicha condición.
Mediante el Bautismo y los demás sacramentos recibimos los efectos que la Resurrección del Señor causa en su Cuerpo místico. Así lo confiesa la Iglesia al momento de bendecir el agua con que nuestro hermano será bautizado: “Oh Dios, decimos, que realizas en tus sacramentos obras admirables con tu poder infinito”. Y poco más adelante, introduciendo el Cirio pascual en el agua, pedimos que “el poder del Espíritu Santo, por tu Hijo, descienda hasta el fondo de esta fuente, para que todos los sepultados con Cristo en su muerte, por el bautismo resuciten a la vida con él”.
La celebración de la Eucaristía sigue del modo habitual y concluye con la bendición solemne en la que se pide a Dios que quienes “terminados los días de la pasión del Señor y hemos participado en los gozos de la fiesta de Pascua, podamos llegar, por su gracia, con espíritu exultante a aquellas fiestas que se celebran con alegría eterna. Vivamos con alegría estos días de Pascua, gozosos por los dones recibidos.Amén.

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