Homilía del Sr. Obispo en la Vigilia Pascual en la noche del Sábado Santo

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Queridos hermanos:

Las palabras con que ha iniciado esta celebración recogen su sentido de manera exacta: esta es la noche en que nuestro Señor Jesucristo pasa de la muerte a la vida, y todos los hijos de la Iglesia somos convocados para velar en oración -¡a la espera el milagro!-, y escuchar la palabra de Dios. En ella se narran las intervenciones de Dios en favor de su pueblo, las maravillas, las grandes obras que el Señor ha hecho con nosotros; obras que culminan en esta noche santa. En el “Pregón Pascual”, el solemne anuncio de la fiesta a cuya celebración somos invitados ha comenzado con palabras de extraordinaria alegría: “Exulten, por fin, los coros de los ángeles, exulten las jerarquías del cielo y, por la victoria de Rey tan poderoso, que las trompetas anuncien la salvación”. Que exulten de gozo todos los seres celestiales. Esta es la noche en la que todas las intervenciones salvadoras de Dios en favor de su Pueblo alcanzan su cumplimiento, su plenitud. Podemos decir, de manera resumida, pero exacta, que esta es la gran noche de la salvación, “la noche en que, rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso de la muerte.

Es la noche en que se disipan las dudas de los hombres; desaparecen los temores de un futuro incierto – ¿luz o tinieblas para siempre? -; se esclarece el enigma de la muerte, que amenaza a los hombres con su poder devastador; se nos da la clave para leer la historia en su verdad última; se asegura a los hombres un destino feliz. Sí, como proclama el Pregón Pascual, “esta es la noche de la que estaba escrito; será la noche clara como el día, la noche iluminada por mi gozo”. Todas las contradicciones de la historia, los numerosos hechos que parecen cegar la Luz con las tinieblas del mal, de los odios y divisiones, de las injusticias, de los horrores de los enfrentamientos y guerras humanas, de la sangre inocente derramada, del pecado de los hombres: todos ellos no pueden impedir que en esta noche santa se produzca la victoria definitiva sobre el pecado y la liberación de nuestras esclavitudes.

Los signos que se ofrecen a nuestra contemplación en esta noche santa nos ayudan a comprender lo que celebramos. El primer lugar, el fuego nuevo, el rito del “lucernario”, que tiene en el centro al Cirio Pascual que representa a Cristo resucitado, que ilumina con su luz a todos los bautizados que, por su bautismo, se convierten en luz. Sobre el Cirio se traza el signo de la cruz, Se inscriben en él, después, la primera y última letra del abecedario griego, la Alfa y la Omega, significando que Cristo es el principio y el fin de todas las cosas, señor del tiempo y de la eternidad; y se graba el año actual, año del Señor, tiempo a Él consagrado. Se incrustan en él, finalmente, cinco granos de incienso que simbolizan las llagas de Jesús, resulgado de los clavos que le atravesaron las manos y los pies, de la lanzada que hirió su costado y de las espinas que coronaron su cabeza.

Luego, durante la procesión hasta el altar, todos los fieles presentes encienden sus velas en el Cirio, indicando que solo en él, en Cristo muerto y resucitado esta la Luz, la Luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, como dice san Juan en el prólogo de su evangelio. Los miembros del Pueblo de Dios somos y nos llamamos cristianos, pero también somos los ungidos por el Espíritu y los iluminados con la luz de Cristo. La luz de Cristo debe iluminar la vida de todo cristiano, e iluminar este mundo con esa luz en obediencia a las palabras del Señor: “vosotros sois la luz del mundo” (Jn 8, 12). La luz que recibe de Cristo el cristiano no es para ser ocultada, o para provecho propio y exclusivo; es luz para que ilumine a todos los hombres, ambientes, instituciones y realidades humanas. A todas debe alcanzar y guiar

La Iglesia entera resplandece de luz y se llena de alegría al celebrar la Resurrección de su Señor.  Se encienden velas y luces, suenan campanas de fiesta, se vuelven a sentir las notas del Gloria y del aleluya que se repite tres veces antes del Evangelio y después de la bendición final, abundan las flores que adornan cirio, altar, ambón y fuente bautismal, son blancos los ornamentos del sacerdote: todo como segura señal de la alegría de los fieles, como señal de la gloria del cielo que llena la tierra.

En esta celebración, los catecúmenos son llevados a la fuente bautismal donde serán revestidos de la nueva vida que nos ha ganado Cristo con su Resurrección. Serán hechos criaturas nuevas, verdaderos hijos de Dios, que deberán caminar en novedad de vida. Y todos renovaremos en esa esta noche santa las promesas que hicimos el día de nuestro Bautismo, bien personalmente, bien por medio de nuestros padres. Es momento de recomienzo, de reinicio, de emprender con renovado empeño nuestra vida cristiana, actualizando con alegría la entrega al Señor y nuestro compromiso de colaborar en la obra de la redención.

En el Evangelio hemos escuchado el gran anuncio de los ángeles a las Santas Mujeres que, de madrugada, habían acudido al sepulcro para acabar la piadosa obra comenzada en la tarde del viernes: “No temáis, ya sé que buscáis al Señor, el crucificado. ¡No está aquí! ¡Ha resucitado!, como había dicho. Venir a ver el sitio donde yacía e id aprisa a decir a sus discípulos: Ha resucitado de entre los muertos”. Id, anunciad, que Cristo vive. Es la tarea que el Señor confía a las santas mujeres y nos confía a todos. Anunciar que Cristo vive, que el destino del hombre es la vida eterna con Cristo.

“Primicia de los muertos, repetimos con la secuencia de este día, sabemos por tu gracia que estás resucitado; la muerte en ti no manda. Rey vencedor, apiádate de la miseria humana y da a tus fieles parte en la victoria santa”. Amén.

 

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