Queridos hermanos:
Esta noche la Iglesia entera vela en oración, mientras, cierta de su fe, espera la resurrección de su Señor, muerto en la cruz por nuestra salvación, sepultado en el seno de la tierra, de la que surge victorioso en esta noche santa. La luz del cirio pascual nos recuerda que Cristo, luz del mundo, ha atravesado las tinieblas de la muerte para sacar nuestras vidas de la noche en la que, sin esa luz, se encontrarían sumidas. El agua que esta noche se bendice habitualmente, símbolo del agua viva que es Cristo, cambia en vida la muerte que se simboliza en el mar, tumba de millones de hombres a lo largo de la historia. Bañados en esa agua renacemos a la vida en el Bautismo.
En esta noche santa se enciende el nuevo fuego que purifica, ilumina y da calor a nuestra vidas. En esta noche el tiempo se convierte en tiempo de salvación: Cristo es el centro, el eje del tiempo, que se desarrolla en un antes y después de él. En esta noche, guiados por la luz del cirio pascual, la Iglesia prosigue su camino en la historia hacia la tierra prometida, la Jerusalén celestial. En esta noche santa, los catecúmenos, acompañados por todos los santos, pasan a integrar las filas de la Iglesia que milita en la tierra. En esta noche santa, nosotros todos renovamos las promesas que hicimos en nuestro Bautismo y reafirmamos nuestra fe en el Dios vivo, uno y Trino, y en nuestro Señor Jesucristo de cuyo cuerpo místico somos parte. En esta noche santa escuchamos las antiguas profecías de Israel que han alimentado su fe en el Mesías prometido ya desde el inicio del mundo, y que en él se cumplen perfectamente.
Sí, esta es la noche, inundada por la claridad del Rey eterno, en la “los que confiesan su fe en Cristo son arrancados de los vicios del mundo y de la obscuridad del pecado, son restituidos a la gracia y son agregados a los santos”, como hemos escuchado en el pregón pascual. “Qué noche tan dichosa!, prosigue. Solo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos”.
¡La noche en que Cristo resucitó de entre los muertos! Se ha dicho muy bellamente y con absoluto rigor de verdad que en esta noche santa “el amor se ha abierto paso a través de la muerte”; al hacerlo ha herido de muerte a la misma muerte. Con san Pablo repetimos gozosos: “¿Dónde está, muerte, tu victoria? (…) Gracias a Dios que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Co 15, 55-56). La victoria de Cristo sobre la muerte es el gran anuncio de la Iglesia al mundo. Es el acontecimiento fundamental de la historia y el anuncio que la Iglesia debe hacer a los hombres en cada momento de esa historia. La razón es muy sencilla: el anuncio de la resurrección de Cristo tiene que ver con cada uno de nosotros personalmente: si él ha resucitado, también nosotros hemos resucitado; si él ha vendido a la muerte, también nosotros lo hemos hecho.
Pero entendámoslo bien. Con su resurrección, Cristo no ha regresado, no ha “vuelto” a su anterior vida terrena, como Lázaro. Sería entonces una resurrección para la muerte, para volver a morir.Cristo ha resucitado a una vida definitiva, nueva, distinta, no dominada por las leyes de las ciencias humanas, y que, por eso mismo, excluye la posibilidad de morir de nuevo. La Escritura denomina a esta nueva vida con un término nuevo y distinto del usado para referirse a la vida bio-lógica. La nueva vida es vida sin fin, es vida dominada, transida por el amor, el amor que “es más fuerte que la muerte”. La nueva vida ha vencido la hegemonía que la muerte ejerce sobre todas las cosas de este mundo. Por la resurrección de Cristo, nosotros tenemos acceso a esa vida nueva. Es en el Bautismo, donde, sepultados con Cristo en su muerte, nacemos a la vida nueva inaugurada por él en su Resurrección.
Muertos al pecado, vivamos, queridos hermanos, la vida nueva, la vida de Dios. Amén.