Homilía del Sr. Obispo en los Oficios del Jueves Santo en la cena del Señor

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Queridos hermanos:

Jueves Santo en la cena del Señor. Comienzan las celebraciones del Triduo Pascual con esta solemne Misa. El pasaje del Evangelio de san Juan inicia con palabras que nos sitúan ante el gran misterio que la Iglesia medita esta tarde. Antes de la fiesta de la Pascua judía… Los judíos conmemoraban en ese día el paso a la libertad desde la esclavitud que sufrían en Egipto los descendientes del patriarca Jacob. Las distintas tribus iban a configurarse como un nuevo pueblo, el Pueblo de Dios que recibiría su “constitución” en el monte Sinaí. Con la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús inicia una nueva Pascua, una nueva Alianza y un nuevo Pueblo, arrancado esta vez de la esclavitud y sometimiento al poder del príncipe de las tinieblas, del pecado que reduce a los hombres a esclavitud. El nuevo Moisés es Cristo Jesús. Su sangre derramada en la Cruz quita el pecado del mundo y nos constituye en pueblo de la Nueva Alianza. Nueva y eterna. En esta tarde-noche Jesucristo instituyó el sacramento de la Eucaristía en el que se re-presenta y se perpetua el sacrificio de la Cruz. El mismo sacrificio de la Cruz, no una simple conmemoración, un acto que sirve para recordar cosas pasadas, hechos o personas, como el nacimiento de alguien, una victoria, una catástrofe, un hecho relevante de la historia; de la historia definitivamente pasada. En este tan singular memorial de la Pascua de Jesús, de su tránsito o paso al Padre, en este rito litúrgico establecido en sus elementos esenciales por Jesús, se renueva, se representa, se hace actual el sacrifico redentor de Cristo. Este es el misterio que celebramos. Se hace presente la Pascua del Señor de manera sacramental, misteriosa pero real. Lo que sucedió en la Cruz, sigue actual, no pertenece solo al pasado. Sucedió y sucede. No es un hecho encerrado en el pasado, sino un hecho “abierto” al presente y al futuro.

Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre…”. Lo sabía el Señor. No es que contara con indicios o antecedentes lo suficientemente claros como para intuir la proximidad de su muerte, no como si previera cómo iban a terminar las cosas; no, Jesús sabía que había llegado la hora de su muerte, de su paso de este mundo al Padre; la muerte no le sobrevino como algo inesperado. Podríamos decir que la esperaba, y se entregó voluntariamente a ella, aun a pesar de tener legiones de ángeles a su disposición, como diría al gobernador romano. “Nadie me quita la vida, había dicho Jesús, sino que la entrego libremente” (Jn 10, 18 ). Nadie le arrebata la vida como fruto de la violencia ejercida sobre él; nadie se la roba como en un descuido; la da, la “pone” por sí mismo o de sí mismo; es decir, en un acto libre del que sólo él es autor. Su muerte es vida entregada, sangre derramada voluntariamente, su muerte es don para toda la humanidad. Por eso prosigue el evangelista: “habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo”.  La muerte de Jesús es un acto de amor al Padre y a los hombres. Un acto de amor extremo. ¿Acaso no había dicho el mismo Jesús: Nadie tiene más o mayor amor que el que da o pone (de nuevo el mismo término) la vida por sus amigos (cfr. Jn 15, 13)?

Y una vez situada la escena en el contexto de los sentimientos de Jesús, comienza la narración de la misma. Ha comenzado la cena pascual según los ritos de la tradición judía. Esta Jesús con los Doce. Juan precisa que el demonio había ya seducido a Judas para que entregara al Maestro. El pecado de la infidelidad más negra había sido ya perpetrado en la cabeza y en el corazón de Judas. La decisión estaba tomada. No hace falta, en efecto, cometer “físicamente” el pecado, para que este se haya ya realizado. Se peca antes con la mente, con el pensamiento, que con las manos o con la palabra. Los deseos injustos, criminales, impuros se conciben primero en la mente, se les deja nacer en el corazón, luego se ejecutan, se consuman con los hechos. Pero esos no se requieren para que se dé el pecado.

Sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos”… Jesús no solo es dueño de su destino, no solo es libre, sino que sabe que su Padre Dios “ha puesto todo en sus manos”, es decir, que le ha dado todo poder, o poder sobre todo. Pues bien, plenamente consciente de ello, Jesús realiza una serie de acciones concatenadas que ninguno podía esperar: Se levanta, pues, como es sabido, los judíos toman los alimentos reclinados sobre la mesa; se quita el manto, toma una toalla, se la ciñe, pone agua en una jofaina y comienza a lavar los pies a los discípulos, para secárselos a continuación. ¡Como hacían los esclavos con su dueño y con los invitados que llegaban de la calle! Sabemos cómo sigue la escena: Pedro se niega a que Jesús le lave los pies. Jesús insiste y dice a todos: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis ‘el Maestro’ y ‘el Señor’, y decís bien, porque lo soy. Pue si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado ejemplo” (Jn 12, 13-15).

La Eucaristía es misterio de amor, de entrega; es don para los hombres. Si no se entiende así, no se entiende nada. Es el Sacramento que actualiza la entrega de Jesús a sus hermanos. Cristo presente, aunque oculto bajo las especies sacramentales del pan y del vino. Realmente presente, a pesar de las apariencias. No es algo extraño si no lo entendemos. No es extraño. Si dijeras que lo entiendes, sería la prueba de que no has comprendido nada. ¿Acaso no se habla de las locuras del amor? Hablamos de locuras porque no se entienden, porque van más allá de lo razonable, o porque la razón que puede entenderlo es la de alguien que no ama en la misma medida. Quizás solo una madre puede comprender a otra. Nadie más. Solo Dios puede comprender a Dios: solo el Padre comprende a su Hijo. La Eucaristía es ejemplo de amor a los demás, del amor fraterno.

El lavatorio de los pies precede la institución de la Eucaristía. Solo los que se han lavado pueden entenderla y recibirla. No se puede tomar ese Pan y traicionar al mismo tiempo a Jesús, recibiéndolo con el alma en pecado. Nunca. Porque el que come ese Pan sabrosísimo y bebe ese Vino exquisito, sin haber recibido el perdón de sus pecados -¡otro don!-, come y bebe su propia condenación, como dice San Pablo a los fieles de Corinto (cfr. 11, 29).

Una última palabra sobre el sacerdocio que queda instituido en este momento a la par que la Eucaristía, mostrando así la estrechísima unión entre ambos. “Haced esto en memoria mía” (Lc 22, 19), dice a sus Apóstoles. Pidamos al Señor que nunca falta a nuestras comunidades cristianas quien haga presente el Sacrificio redentor de Cristo, y que todos los sacerdotes se esfuercen por ser imagen viva del buen Pastor. Que así sea.

Jueves Santo 2022

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