La vida de Nuestro Señor Jesucristo sobre la tierra se cierra con ese grito suyo en lo alto de la Cruz. Es su última palabra: “Está cumplido”, todo queda terminado, acabado, todo lo que le ha ordenado el Padre. Todo. Ni un cabo suelto. Todo, hasta los últimos detalles. En la Carta a los Hebreos, la gran carta sobre el sacerdocio de Jesucristo, un sacerdocio nuevo, distinto del levítico, el sacerdocio del Antiguo Testamento, se ponen estas palabras en boca del Hijo eterno del Padre que entra en este mundo: “He aquí que vengo –pues así está escrito en el libro acerca de mí- para hacer, oh Dios, tu voluntad” (10, 7). Más tarde, durante su ministerio público, en el “discurso sobre el pan de vida”, Jesús afirmará de manera rotunda: “He bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado” (Jn 6, 38). Poco antes, tras el episodio de la conversación con la mujer samaritana, los Apóstoles insisten a Jesús; “Maestro, come” (Jn 4, 31), y este responde. “Yo tengo un alimento que vosotros no conocéis (…). Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra”. Toda la vida de Jesús consiste en cumplir la voluntad del Padre, en obedecer por amor.
Sobre la Cruz la voluntad del Padre termina de realizarse, de cumplirse por entero. La obra de la Redención queda culminada con el derramamiento de su sangre, con la muerte gloriosa de Cristo que reina victorioso desde la Cruz. La Redención se consuma con su entrega por todos los hombres, premiada por el Padre con la Resurrección. Es el holocausto agradable a sus ojos: “Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas …, no aceptaste holocaustos ni víctimas expiatorias”, dice el profeta Samuel. Este había reprochado con duras palabras al rey Saúl cuando desobedeció a Dios y, contra el mandato del Señor, dejó con vida lo más selecto de los animales de los amalecitas -a quienes había derrotado-, para ofrecerlos como holocausto al Señor: “¿Le complacen al Señor los sacrificios y holocaustos, tanto como obedecer su voz? La obediencia vale más que el sacrificio y la docilidad más que la grasa de carneros”, se pregunta y se responde el profeta. (1S, 15, 22). No condena el Señor los sacrificios, pero no le agrada el sacrificio vacío, aquel que no va acompañado de la obediencia interior, de la aceptación y cumplimiento de su voluntad. Este lo rechaza como farsa, como hipocresía, como una idolatría. Por eso dice Jesús con toda razón a sus discípulos, previniéndolos contra el modo de proceder de escribas y fariseos: “Haced y cumplid todo lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos dicen y no hacen” (Mt 23, 3). Y nos advierte a todos sin excepción: “No todo el que me dice: ‘Señor, Señor’ entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt 7, 21). Y cuando aquella mujer innominada declara bienaventurada a la madre de Jesús, este replica inmediatamente: “Mejor, bienaventurados los que escuchas la palabra de Dios y la cumplen” (Lc 11, 28).
Por eso la Cruz cuenta no tanto por ser un dolorosísimo suplicio, sino porque es el supremo acto de obediencia de Cristo al Padre; de ahí, también, que el Padre lo aprecie por encima de cualquier otro posible sacrificio. Es con nuestra obediencia como reconocemos a Dios como Señor, porque en la obediencia le entregamos lo más íntimo, lo más propio de cada uno de nosotros: nuestra voluntad, nuestro yo, lo que somos. No quiere tanto nuestras cosas, nuestros sacrificios, nuestras cosas, cuanto a nosotros mismos: “Dame, hijo mío, tu corazón”, como se lee en algunas traducciones del libro de los Proverbios (23, 26).
Que se cumpla la voluntad de Dios es el deseo más genuino del cristiano, tal como Jesús nos enseña en la oración del Padre nuestro: “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”. Hacer la voluntad de Dios es el norte que debe guiar todas nuestras acciones. Cristo en la Cruz lleva a plenitud su obediencia. Se ha cumplido la voluntad del Padre, que no quiere que ninguno perezca, “sino que todos accedan a la salvación” (2P, 3, 9). Se han reabierto las puertas del cielo para que todos puedan entrar. Basta solo creen en Cristo, mirar a Cristo, reconocerlo como el Hijo de Dios y seguir sus pasos.
Cristo, dice San Pablo, siendo de condición divina, no solo se hizo semejante a nosotros, sino que “se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte y una muerte de Cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo” (Flp 2, 6 ss). Y la Carta a los Hebreos dice con palabras que impresionan: “Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte (…). Y, aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y llevado a la consumación, se convirtió para todos los que le obedecen, en autor de salvación eterna”. Cristo es el siervo obediente de Yahvé y María es la sierva del Señor. Son nuestro modelo. La obediencia se vive sacrificando la propia voluntad, para hacer propia la de Dios. No se trata de no tener voluntad propia, sino de unirnos a la de Dios por amor, hasta hacerla propia. La unión más estrecha e íntima con Dios solo es posible en la obediencia plena, total, integra, confiada, que se manifiesta en la oración de Jesús en el Huerto: “No se haga mi voluntad, sino la tuya”, como si dijera: no quiero tener más voluntad que la de cumplir la tuya. No puede haber una entrega más radical a Dios; no cabe mayor ni más total donación de uno mismo: se entiende así, que la última palabra de Jesús sobre la Cruz sea: “está cumplido”, todo está cumplido, como tú has querido. María al pie de la Cruz aprendió bien esta suprema y última lección del Maestro, y se nos muestra como la humilde sierva del Señor. Al adorar la Cruz pidamos a Jesús que se haga la voluntad del Padre así en la tierra como en el cielo. Que así sea.
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