Homilía del Sr. Obispo en los Santos Oficios del Viernes Santo

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Queridos hermanos:

Como sabéis, hoy la Iglesia no celebra la Eucaristía. Hoy es Viernes Santo, y el Señor en el Calvario, sobre lo alto de la Cruz, se ofrece a sí mismo al Padre por la salvación de todos los hombres. A lo largo  de todo el año la Iglesia, Cuerpo de Cristo, ofrece el sacrificio de su Señor, el mismo Sacrificio, que se renueva o actualiza en nuestros altares. Cada día ofrecemos sacramentalmente, de manera incruenta, el sacrificio, el único sacrificio que Jesús mismo ofreció en el Gólgota hace dos mil años. Como hecho histórico, acaecido en el tiempo, se ofreció una sola vez, como toda acción humana que acontece una sola vez. Pero como sacrificio ofrecido por aquel que es Dios, además de hombre, su acción supera los límites del tiempo y se hace presente en todas las épocas gracias a la acción de la Iglesia.

La liturgia de hoy inicia, como cada Eucaristía, pidiendo perdón a Dios de nuestras miserias y pecados. El sacerdote se postra ante el altar, y con él todo el pueblo cristiano, reconociéndose necesitado del perdón de Dios e indigno de llegarse hasta su altar. En la plegaria eucarística primera, el sacerdote después de pedir por los difuntos, dando voz a toda la Iglesia que peregrina en la tierra, dice: “Y a nosotros pecadores, siervos tuyos que confiamos en tu infinita misericordia, admítenos en la asamblea de los santos apóstoles y mártires…”. Hoy, muy especialmente, nos sentimos pecadores, culpables por nuestros pecados de la muerte de Jesús y pedimos humildemente perdón.

A continuación ha tenido lugar el momento de la escucha de la Palabra. Hemos leído la profecía de Isaías que anuncia la pasión del Señor con acentos trágicos: “desfigurado no parecía hombre, ni tenía aspecto humano (…) Él tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores”. La Carta a los Hebreos ha insistido en la misma idea: Cristo se ha convertido en autor de la salvación de todos los que le obedecen. Es la idea que ha permanecido resonando en nuestra alma mientras hemos escuchado de pie, reverentemente, el relato de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según san Juan. Cristo autor de la salvación de todos los que le obedecen, o de todos los que obedecen, como él, al Padre. Porque éste y no otro es el corazón de la Pasión del Señor. Desde su inicio mismo, la vida mortal del Hijo de Dios es concebida como un grandioso acto de obediencia a la voluntad del Padre. Los sacrificios y ofrendas que a lo largo de siglos los sacerdotes habían ofrecido a Dios no podían quitar los pecados. Dios no quería más sacrificios y holocaustos de esa índole. Y entonces, al entrar en el mundo, Jesús dice: “He aquí que vengo (…) para hacer, oh Dios, tu voluntad” (Hb 10, 7 ss). Una sola ofrenda ha bastado para santificar a la humanidad. La ofrenda que Cristo hace de su propia voluntad. “Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar cabo su obra” (Jn 4, 34). Nada ni nadie lo apartará de la búsqueda de esa meta. Por eso, justo antes de expirar, con voz potente, dirá Jesús: “Está cumplido” (Jn 19, 30). Toda su existencia ha sido la historia del cumplimiento de una voluntad que no era la suya, sino la del Padre. Siempre dio a esta la preferencia: “No mi voluntad, sino la tuya”. No nos pertenecemos, le pertenecemos a él. La salvación llega a quienes obedecen al Padre, o quieren obedecerle, al menos, como Jesús.

La gran oración de la Iglesia por la humanidad sigue a la lectura de la Pasión. La Iglesia reza por todos. Este año tenemos especialmente presentes a quienes han muerto a consecuencia de la pandemia, y a sus familiares que, en no pocos casos, no han podido darles siquiera el último adiós y acompañarles en sus momentos finales. Que el mismo Señor sea su consuelo.

Y enseguida el momento central de la liturgia de este día: la adoración de la Cruz: “dulce árbol donde la Vida empieza con un peso tan duce en su corteza”, como reza el himno de Laudes en estos días. Misterio de amor infinito que ha borrado el misterio de la iniquidad, el pecado de los hombres, y nos ha rescatado del poder del demonio. Digamos paladeando las palabras, saboreándolas: “¡Te adoramos oh Cristo y te bendecimos, que por tu santa Cruz redimiste al mundo! Es nuestra gloria, porque ella es el lugar de la presencia de Dios, de su amor infinito, el “templo abierto al mundo”, al que todos los hombres con convocados.Guardemos silencio ante la Cruz. Silencio ante el dolor  de Cristo, el gran inocente, clavado en la Cruz.

Silencio ante el dolor de nuestros hermanos golpeados por la muerte, el sufrimiento físico o moral, la enfermedad del cuerpo o del alma. Silencio. ¿Por qué Dios ha elegido este camino para mostrar su amor a los hombres?No lo sabemos. Nos refugiamos humildemente en las palabras del profeta: “Por mi vida, oráculo del Señor, juro que no quiero la muerte del malvado, sino que cambie de conducta y vida” (Ez 33, 11). Amén.

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