Homilía del Sr. Obispo en el Viernes de Dolores

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Queridos hermanos:

Hoy en la fiesta de la Virgen de los Dolores nos reunimos a sus pies en este santuario para celebrar la Santa Misa, acto en el que se renueva, se actualiza, hace sacramentalmente presente el mismo sacrificio redentor de Cristo en la Cruz. Sacrificio en el que María tomó parte, acompañando como siempre a su Hijo. Acabamos de escucharlo, una vez más, en el Evangelio que se acaba de proclamar: Junto a la cruz de Jesús estaba su Madre y las hermanas de su Madre. Y a lo largo de nuestra Semana Santa se repetirán en latín, cantadas cada día, en lugares determinados, las palabras de la secuencia de la Misa de este día: Stabat Mater dolorosa… “La Madre piadosa estaba junto a la cruz y lloraba mientras el Hijo pendía; cuya alma, triste y llorosa, traspasada y dolorosa, fiero cuchillo tenía.  Oh cuán triste y cuán aflicta se vio la Madre bendita, de tantos tormentos llena cuando triste contemplada y dolorosa miraba del Hijo amado la pena”. Y el dolor de la Madre parece despertar el nuestro, que se muestra reacio a brotar en nuestros corazones y se resiste a manifestarse. Pero pocas cosas conmueven tanto como el llanto desconsolado de una madre con el hijo de sus entrañas muerto entre sus brazos. Así contemplamos hoy a María, Madres de los Dolores, Virgen de las Angustias.

Angustia ese dolor agudo, penetrante que se produce al estrecharse las arterias del corazón y reducirse el flujo sanguíneo que llega hasta él. Angustias, dolores de María que asiste al suplicio al que su Hijo se ve sometido. Que asiste no; es mucho más: que participa en el mismo, que lo sufre también ella de alguna manera, a la manera de quien ama más que nadie. La intensidad de su participación produce la angustia que le oprime el corazón. El suplicio es tremendo, la participación de María intensísima, única, su capacidad de sufrimiento sin parangón. Con toda razón podemos invocarla como Virgen de las Angustias, con su corazón traspasado por siete espadas, plenitud de sufrimiento

Para los cristianos la causa del dolor de Jesús y de María no es otro que el pecado de los hombres, es decir, nuestros pecados. No solo María, Juan y las santas mujeres estaban presentes en el Calvario. También nosotros lo estábamos. Pero de qué diferente modo. En las heridas de Cristo estábamos presentes todos los hombres. Los de todos los tiempos Cada domingo, en el Credo, rezamos: “por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajo del cielo… y también por nuestra causa, por nosotros, fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato”. Nadie es ajeno al sacrificio de Cristo, lo sepa o no, lo crea o no. Y si la Misa que celebramos es la re-presentación de ese sacrificio, nadie es ajeno a la misma. Todos estamos presentes en ella, aunque no lo estemos físicamente. Todos los pecadores. Todos cuantos confesamos nuestros pecadores al comienzo de la celebración: “Yo confieso ante Dios, todopoderoso, y ante vosotros hermanos, que he pecado mucho…”.

La multitud que asistía al diálogo con Pilatos sobre la suerte de Jesús no dudó en gritar: “¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!”, una fórmula de maldición usada entre los judíos. La sangre de Jesús recayó en efecto no solo sobre los judíos, sino sobre toda la humanidad, porque con su sangre derramada sobre nuestras cabezas nos ha redimido, purificado y liberado de la esclavitud del pecado. Pero la sangre de Jesús no cayó contra nosotros, sino que fue derramada por nosotros, para nuestra salvación. Fue derramada por muchos, por todos, como recordamos cada vez en el momento de la Consagración. Como dice san Pablo: “pues todos pecaron y todos están privados de la gracia de Dios”, para afirmar poco después, “Cristo Jesús a quien Dios constituyó sacrificio de propiciación mediante la fe en su sangre. ¡Mediante la fe en su sangre! Mediante la fe en la sangre redentora de Cristo”. Todos necesitamos del poder purificador del amor que está en su sangre (cfr. Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret. Desde la entrada…, 2011, p. 220).

La Cruz de Cristo, el hijo del hombre hecho varón de dolores, es como una piedra en la que tropieza nuestra fe. Tampoco Pedro quería admitir que el Señor fuera a sufrir la Pasión. Jesús le reprende y le dice que su modo de pensar no es como el de Dios, que piensa como los hombres. Es el misterio de la Cruz. Un misterio, porque para nosotros todo es obscuridad donde, en realidad, no hay más que luz. Sí, la expresión más sublime del amor es el dolor: la entrega de uno mismo, el amor, lleva consigo renuncia, sacrificio, sufrimiento voluntario por la persona amada. Si no se entiende esto, no se sabe de amor verdadero, sino de falsos sucedáneos del mismo. Y qué fácil es, queridos hermanos, engañarse. Qué fácil confundirlos.

Jesús en la Cruz, María a sus pies, nos enseñan donde es el amor verdadero: el amor que no es autoafirmación egoísta, sino entrega, oblación generosa hasta la muerte, si es preciso. Lección clave que hay que aprender, que nos lleva necesariamente al examen que descubre la falsedad de aparentes amores que solo son máscara de nuestros pobres egoísmos. Virgen de las Angustias enséñanos a vivir el verdadero amor a Dios y a los demás, medida de nuestra verdadera dignidad. Amén.

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