L Aniversario de la Coronación de Nuestra Señora de Rus de San Clemente. Crónica y homilía del obispo de Cuenca.

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La ciudad de San Clemente se ha volcado con su patrona. La Plaza Mayor de la localidad se llenó de fieles para conmemorar el Cincuenta Aniversario de la Coronación Canónica de Nuestra Señora de Rus en una ceremonia presidida por el obispo de la Diócesis que tuvo lugar tras una procesión en la que han participado imágenes y estandartes de localidades vecinas como cortejo de honor a la patrona de San Clemente, tales como Vara de Rey, Mota del Cuervo, Alberca de Záncara, Santa María del Campo Rus, Villar de Cantos, El Provencio, El Cañavate, Castillo de Garcimuñoz, Casas de Fernando Alonso, Casas del los Pinos, así como las imágenes de Nuestra Señora del Carmen y La Virgen del Remedio de la propia localidad de San Clemente. Este multitudinario evento ha sido precedido por las visitas que la imagen de Nuestra Señora de Rus ha llevado a cabo a barrios de la ciudad donde ha recibido el calor y el fervor del pueblo sanclementino.

HOMILÍA DEL OBISPO DE CUENCA

Queridos sacerdotes concelebrantes, autoridades, pueblo fiel de San Clemente y de las localidades que habéis querido haceros presente con vuestras sagradas imágenes en esta celebración del L aniversario de la coronación de la Virgen de Rus.

Hoy es día grande para los hijos de este pueblo de San Clemente.  Muchos recordaréis con buena memoria el momento solemne, intenso, gozoso, de la coronación de la Virgen de Rus hace 50 años. Una muestra más del afecto filial de este pueblo hacia la Madre de Dios, honrada, alabada, suplicada, agradecida, con la advocación que os resulta tan íntima y cercana. Porque si es cierto que la Madre de Dios y Madre nuestra es siempre  única y la misma, también lo es que a cada uno y a cada pueblo le resulta más cercana cuando la invoca con el nombre que aprendió de los labios de sus mayores, de la propia madre.  Para vosotros, fieles de San Clemente, invocar a la Virgen como Nuestra Señor de Rus tiene resonancias particulares con las que, misteriosamente, vibra con fuerza vuestro corazón.

Hoy, cincuenta años después de aquella fecha, nos reunimos de nuevo en esta plaza mayor de San Clemente para hacer memoria de aquel momento y para renovar nuestro testimonio de amor a Nuestra Señora la Virgen de Rus, que ha velado desde antiguo por el bien de sus hijos, y de cuya protección maternal nos hablan historia antiguas y recientes de muchas familias, agradecidas por las intervenciones en su favor, unas veces sencillas y sin especial trascendencia, otras marcadamente extraordinarias y aun milagrosas. En esta celebración queremos agradecer a la Madre de Dios los favores recibidos por los hijos de San Clemente a lo largo  de la centenaria historia de la imagen de su Patrona, a la vez que pedimos confiados para que siga intercediendo por su bien material y espiritual .

En la celebración de los XXV años de la Coronación de la Virgen en 1994, el entonces obispo de la diócesis, Mons. Guerra Campos, leyó  las palabras con las que el Santo Padre San Juan Pablo II se unía a aquel solemne acto. El Papa saludaba con articular afecto a la comunidad eclesial de San Clemente y os alentaba a ser siempre “testigos de los valores perennes del Evangelio en la sociedad, renovando el compromiso cristiano como constructores de paz, fraternidad y armonía”.

Son palabras que conservan intacto todo su valor. La coronación de la imagen de la Virgen de Rus es un gesto cargado de significado. Desde antiguo, ya a partir del concilio de Éfeso en el año 432, los artistas representaron a la Virgen sentada sobre un solio o sillón bajo, con una aureola, diadema o corona sobre su cabeza. De ese modo, María era vista como reina de cielos y tierra. La corona o diadema posee un significado preciso; es símbolo de santidad y, al mismo tiempo, de poder real. Con el concilio de Trento nacen los primeros rituales de la coronación canónica de una imagen. Durante siglos, la coronación canónica se solicitaba al Capítulo así llamado de la Fábrica de San Pedro. Recientemente, desde 1981, los Obispos diocesanos quedaron facultados para coronar las imágenes que se veneran en sus respectivas diócesis.

La coronación es un signo inequívoco de devoción, de un sentimiento de profundo respeto y admiración inspirado por la dignidad, la virtud o los méritos de la Madre de Dios. Pero es también una señal de acatamiento, de obediencia y sumisión, porque el cristiano sabe que obedecer es amar y también que obedecer, servir, es reinar. María es ejemplo de una y otra virtud: quien ama, desea agradar a la persona amada; cuanto mayor es el amor que le profesa, más grande es el deseo, la voluntad de complacerla. Voluntad y deseo que a quien es remiso en el amor pueden parecer incluso serviles, expresión de una “excesiva” humildad, sometimiento obsequioso; algo, en definitiva, indigno de una persona libre, madura; pero quien así piensa no ha entendido nada de la verdadera naturaleza de la obediencia de María. De otra parte, la sumisión de la Virgen nace también de la misma raíz: el amor a su Señor y Creador; la sumisión de María es libre y generosa entrega a la voluntad de Dios sin cuestionarla, sin regateos, sin cálculos ni reservas.

Y si esas son las actitudes que gobiernan la vida de María, son también las que, como Madre, sugiere a todos sus hijos: “Haced lo que Él os diga”. No quiere ni pretende otra cosa, no hay nada que le sea de mayor agrado, nada que desee con mayor afán. Nada la hace más feliz que saber que sus hijos, que nosotros, cristianos, somos fieles a su Hijo. La Iglesia aprecia y fomenta la devoción a María como una valiosa ayuda para los cristianos en el seguimiento de Jesucristo.

Nuestras devociones, los actos de culto con los que veneramos a María, los gestos y prácticas religiosas deben estar animadas por la única savia que les da sentido: el amor a Dios y a lo que es de Dios por sobre todas las cosas. Con ello se quiere decir que es el primer mandamiento de la ley de Dios el que debe estar presente en nuestras vidas, gobernándolas y dándoles sentido. Sin ese amor de Dios y, por tanto, sin la obediencia a su voluntad, a sus mandamientos ˗“el que me ama guardará mis mandamientos”˗, todo resulta carente de sentido; hasta las muestras de amor a la Virgen o al Señor aparentemente más vivas y auténticas.

  1. Celebramos hoy la solemnidad de la Ascensión del Señor a los cielos. Durante toda su vida, nuestro Señor Jesucristo no tuvo otro deseo que el de cumplir la voluntad del Padre. Por eso su vida se coronada con el misterio que hoy celebramos: su gloriosa ascensión a los cielos. Su santísima Humanidad recibe como “premio” estar sentada a la derecha del Padre como Rey y Señor del universo.

Nuestra obediencia a Dios, fiel, íntegra, alegre ˗aunque a veces pueda comportar sufrimiento˗ también recibirá el Cielo como premio, la bienaventuranza eterna, objeto de nuestra esperanza. El deseo del corazón humano no se satisface con bienes pequeños, terrenos; anhela aquellos que son eternos: la felicidad sin límites, sin fecha de caducidad, el mismo Dios. Vale la pena fomentar la esperanza del Cielo: nos ayudará a superar los obstáculos que encontremos en esta vida. Ninguno nos parecerá demasiado grande; ningún sufrimiento ni dolor ni renuncia, ningún mal ni padecimiento, si tenemos ante los ojos el premio del Cielo. La esperanza, si es grande, lo supera todo.

No olvidemos queridos hermanos, la tarea que Jesús nos confió el día de su Ascensión: ser sus testigos hasta los confines del mundo, Nuestras vidas de cristianos, más todavía que nuestras palabras, deben anunciar al mundo que Cristo vive, que es el Resucitado, fuente de Vida para todos.

Que la Virgen de Rus nos lo recuerde de continuo, e interceda ante Dios Nuestro Señor para que nos conceda la fuerza de su Espíritu.

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