Meditación del Obispo de Cuenca ante el Cristo de la Vera Cruz

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Inicia el desfile procesional de la Hermandad de la Vera Cruz. A lo largo de su recorrido se escuchan con devoción y se meditan en expectante silencio las palabras que Jesús pronunció sobre la Cruz. La primera de ellas es una sorprendente e inaudita oración: Jesús implora del Padre el perdón para quienes lo han puesto en la Cruz infamante después de haber castigado con saña su cuerpo y de haber herido su alma, ultrajado con bofetadas oprobiosas y salivazos denigrantes.

¡Padre!, grita con voz fuerte, como quien sabe que tiene derecho a ser escuchado, a que sus palabras no sean baldías. ¡Padre!, ruega Jesús con la palabra más tierna que no puede ser desoída. Padre, ¡perdónalos! No se lo tomes en cuenta. No importa que los hombres que lo han clavado a la Cruz hayan querido pagar así, tan ingratamente, las dulces palabras de otro tiempo con las que ponía bálsamo en el corazón de la pecadora; el imperio con que rompía las cadenas que atenazaban al endemoniado; la piedad con que acogía las lágrimas arrepentidas de la pecadora; la nobleza de su espíritu que se conmovía ante el dolor de una madre que lleva a enterrar a su hijo; la prontitud con que respondía a la petición del centurión por su siervo enfermo; la piedad mostrada con el buen ladrón; el asombro ante la generosidad de la anciana que deja en el templo la ofrenda de lo poco que posee.

¡Perdónalos!, así reza la oración de Jesú; y en seguida la excusa que quiere facilitar el perdón del Padre: ¡No saben lo que hacen! Gracias, Señor de la vera Cruz, gracias por dar por nosotros la cara; gracias por achacar a ignorancia nuestra ingratitud, nuestras traiciones e infidelidades, nuestras cobardías y debilidades, nuestros caprichos y comodidades, nuestra soberbia y vanidad, nuestras perezas y egoísmos, nuestras impurezas e inmundicias, nuestras discordias y rivalidades, nuestra avidez de dinero y nuestras ambiciones de poder y de dominio, nuestras injusticias

¡Gracias!, Señor de la Vera Cruz; y enséñanos a perdonar; a caer en la cuenta de que no podemos implorar tu perdón si no perdonamos a los demás. Infunde en nuestros corazones el amor de Dios, porque sólo así, con el corazón lleno de ese amor, se hace posible el perdón. Enséñanos a disculpar, a comprender, a olvidar las ofensas ajenas. Ayúdanos a escuchar tus palabras de perdón en la Cruz y a hacer de ellas, cada día, tema de nuestra oración y regla de nuestra conducta. Enséñanos a perdonar la ofensa recibida, la injuria gratuita, el desprecio sin razón, el insulto inmerecido, la afrenta humillante, la burla hiriente, la injusticia, cualquiera que sea. Amén.

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