1ª Carta Pastoral, 25 de abril de 1922

D. Cruz Laplana fue nombrado obispo el 30 de noviembre de 1921, y consagrado el 26 de marzo de 1922 en la Basílica del Pilar de Zaragoza, tomando posesión el día 2 de abril  como nuevo obispo de Cuenca. Veintitrés días después escribiría su primera carta pastoral la cual reproducimos integramente.

BOLETÍN OBISPADO DE CUENCA n. 12. a. 1922.

 

Nos el Doctor D. Cruz Laplana y Laguna, por la gracia de Dios y de la Santa Sede, Obispo de Cuenca, Maestrante de Zaragoza, Señor de las Villas de Pareja y Casasana. 

 A nuestro venerable Cabildo Catedral, Clero secular y regular, corporaciones y pueblo fiel salud y bendición en Nuestro Señor Jesucristo.

Son temibles, amados diocesanos de Cuenca, las responsabilidades del ministerio episcopal, y cuando, por la misericordia de Dios, y la benignidad de la Sede Apostólica, mediante la presentación de S. M. el Rey, fuimos designados para regir está im­portante Diócesis, nos llenamos de confusión.

Fue esta vencida considerando que cumplíamos los designios divinos conforme a la indicación de los superiores, y que la amable protección del Señor no abandona a los que tienen puesta en El su con­fianza.  «Obmutui quoniam tu fecisti» (Salmo XXX, VIII, v. 10.)

Alentado por esta reflexión, no pensamos ya más que en vosotros, Venerables Hermanos y amados Hijos, y en las obligaciones que hemos de cumplir en esta privilegiada tierra castellana, donde la fe tuvo profundas raíces para honor de la Iglesia y florecimiento de la civilización española.

Nos anima también el ejemplo de nuestros pre­decesores que forman el episcopologio glorioso de Cuenca, desde D. Juan Yáñez, su primer Obispo, hasta nuestro predecesor D. Wenceslao Sangüesa y Guía, de feliz memoria, llorado por su virtud y bendecido por su bondad.

A la intercesión de San Julián, segundo Obispo de Cuenca y patrono de la Diócesis me encomiendo y pongo mi pontificado bajo la protección de la Santísima Virgen del Pilar que, desde su sagrada Capilla, mirará al hijo ausente, si hay algún lugar de España donde podamos considerarnos ausentes los que la amamos y la llamamos «Dulce Madre Nuestra».

Almas tímidas ponderan los trastornos que en la fe y las costumbres se han producido por la malicia de los tiempos. Pero es cierto que, si hay cizaña, abunda la mies rica, como producto de una tierra fecunda en nobles sentimientos. Es prueba de esta afirmación la acogida cordial, reverente y efusiva que la Ciudad y diócesis ha dispensado a su Prela­do, precisamente porque es su Prelado, y porque sus manos y su cabeza están ungidas para bendecir y gobernar.

Hasta el presente Nos han favorecido con su ad­hesión el venerable Cabildo, el clero secular y regular nuestro querido Seminario, las corporaciones Provincial y Municipal y demás dignas autoridades, así como los fieles diocesanos; y a la vez que damos a todos rendidas gracias, expresamos la esperanza de que continuarán asistiéndonos con su coopera­ción para que, ayudados con la divina gracia, po­damos ejercitar provechosamente nuestro ministe­rio pastoral en esta amada Diócesis.

Porque no es otra Nuestra misión que la de ser padre y pastor de almas, siguiendo el ejemplo del divino Maestro que dijo: “Yo soy el Buen Pastor: y conozco mis ovejas y las mías me conocen. Y como el Padre me conoce, así conozco yo al Padre: y pon­go mi alma por mis ovejas. Tengo también otras ovejas que no son de este aprisco: es necesario que yo las traiga y oirán mi voz, y será hecho un solo aprisco y un Pastor.” (Jn. 25, 14-16)

El ciego de nacimiento que había sido curado por el divino Maestro confesó la divinidad de éste. Los judíos le arrojaron de la Sinagoga por esta con­fesión, y el Señor explicó entonces la parábola refe­rida, dándole a entender la ventaja de haberse apar­tado del error y del pecado ingresando en la reu­nión de los hijos de Dios con el cuidado amoroso del Buen Pastor.

En el libro de Ezequiel, cap. XXXIV v. 23, se había llamado al Mesías único y verdadero pastor, y el Salvador se aplica la profecía llamándose único y verdadero pastor de las almas.

Antes de Cristo nadie se había llamado Mesías. Desde que Cristo vino al mundo, porque entendían que habían llegado los tiempos proféticos muchos se han llamado Mesías y se han atribuido la direc­ción de las almas; pero hay un solo Mesías que ejer­ce el Supremo sacerdocio: Mediador, Maestro, Juez, Pastor por ser Hijo del Padre que le dio esta potestad, confirmada luego a precio de sangre.

Los hombres mirarán hacia El y su cayado será representación de la autoridad, de la justicia, de la prudencia, déla misericordia y del amor. Los qué le aman reconocerán su dulce gobierno y los que le odian lo reconocerán también en su odio, porque es centro único del mundo moral y sobrenatural.

Los Obispos y sacerdotes tenemos cargo de al­mas en cuanto lo recibimos de Cristo, mediante el Papa, único Jefe visible de la única Iglesia visible.

Quien desatiende a la Jerarquía eclesiástica se aparta de Cristo y le desatiende. Esta unidad de fe, de moral, de régimen, de culto constituye espectáculo único en la historia; de suerte que, dirigiendo a los fieles nuestra enseñanza, Cristo, a quien esta­mos unidos, habla por nuestra mediación. Ejerce­mos legación por Cristo, y en su nombre puede to­marse únicamente la dirección de las conciencias.

Nuestro Señor Jesucristo no sólo es Pastor sino que es El Buen Pastor; añadiendo éste epíteto porque hay ma­los pastores de los cuales dice el Apóstol: “que bus­can su interés no el de Cristo y las almas”. En la actualidad se ha encendido mi deseo desapoderado de erigirse en salvadores del pueblo, alentándole con quimeras, cuando se busca realmente servirá la ambición, la vanidad, al interés de los agita­dores.

Para que distingamos quien es el Buen Pastor nos explica el Sagrado Evangelio sus cualidades: «Yo conozco a mis ovejas y. las mías me conocen.» En Dios, que es simplicísimo y acto puro, conocer y amar son una misma cosa; perfecciones que se si­guen una de otra. «Yo conozco a mis ovejas y las mías me conocen», equivale a decir: Yo las amo y soy amado de ellas. Esta es la cualidad distintiva y ca­racterística del ministerio pastoral: amar mucho a los fieles.

Del amor que el Padre y el Hijo se tienen, proce­de, como de un solo principio, el Espíritu Santo, y en ésta obra de santificar las almas viniendo a ellas el Espíritu Santo con sus dones y carismas es instru­mento el sacerdote, no sólo conociéndolas especula­tivamente, sino queriéndolas con un amor tierno, semejante al que el mismo Padre tiene a su Hijo.

De éste amor a las almas nace y procede el sa­crificio por ellas. El guardián mercenario de un re­baño cuando el lobo viene abandona él rebaño. El Pastor celoso “pone su alma por sus ovejas.”  Desde la cruz nos habla el Salvador qué vivió y murió res­catándonos a precio dé sangre propia. ¡Aún hay quien mira a Cristo crucificado y desea hacerse ana­tema por sus hermanos!

Los hombres rectos, los simplemente reflexivos han de admirar la conducta del sacerdocio católico. Qué paraje de la tierra habrá tan escondido que no haya sido fecundado con las gotas de sudor de sus apóstoles y con la sangre dé sus mártires! Mientras los Protestantes y Cismáticos desaparecen en cuanto la persecución amenaza con el sacrificio, él Catolicismo florece en los sepulcros y sale renovado de las ruinas.

Yo brindo a la consideración de los fieles el ejem­plo de tantos curas de almas solícitos por atender a los habitantes de lugares y aldeas, únicos educado­res del pueblo en muchos casos, sobrellevando con abnegación, nunca bastante reconocida, las dificul­tades de la pobreza; venciendo las resistencias que ofrecen la incultura de unos, la astucia de otros, el desenfreno general por haberse aflojado los vínculos de obediencia a la autoridad y de respeto a las representaciones espirituales que no llevan en la mano el látigo del cacique, o la sentencia del juzgador. ¿Quien llega hasta las escondidas aldeas con el fin exclusivo de hacerles bien sino el cura de almas, el misionero y el Obispo?

Así los sacerdotes somos herederos de la ternura y abnegación del Buen Pastor no menos que de su autoridad, y N. S. Jesucristo sigue renovando el sa­crificio de su vida y compadeciéndose de las turbas.

Cuando no tuviéramos otra misión que llegara la multitud, aunque esté escondida entre bosques y peñascales, y hablarles de la eternidad, ya merece­ríamos el respeto del mundo; pero el sacerdote, como el Buen Pastor, hace mas: ilumina con la ver­dad y ayuda, con abundancia de medios sobrenatu­rales, para comunicar vida perfecta «Un vitam habeant et abundantius habeant» Jn. 10.

El naturalismo racionalista fió a la instrucción sola el remedio de nuestras caídas, suponiendo que éramos inclinados al bien por naturaleza y que bas­taba la simple proposición de la ley. La experiencia triste va desengañando a los que así confiaron y un clamor de impotencia y desaliento llena el mundo. Los hombres necesitamos conocer el deber y ser ayudados en el cumplimiento del mismo,

El Buen Pastor silva para reunir a sus ovejas; cubiertas de polvo las lava; vacilantes las sostiene; amedrentadas las acaricia; enfermas las cura y les comunica el confortador calor de su regazo. El sa­cerdote repite con el divino Maestro: Venid a mi los que sufrís la carga de las penas (Mt. 11)

Esta ayuda se nos ofrece en los santos Sacramen­tos, instituidos como remedio de las necesidades del espíritu, a fin de que, animados por las gracias so­brenaturales seamos   hombres   nuevos,   hombres transformados  en   elevaciones  de  fuerza y  de virtud.

Aún los extraviados merecen el cuidado y la predilección del Buen Pastor.

Mientras los sentimientos excelsos de piedad y de esperanza llenen el corazón del hombre y los Ángeles del Señor muevan sus alas sobre la cabeza de los niños y de los pobres, se leerán con emoción aquellas palabras del Evangelio: «Mirad que no tengáis en poco a uno de estos pequeñitos: porque os digo, que sus ángeles en los cielos siempre ven la cara de mi Padre que está en los cielos, porque el Hijo del Hombre vino a salvar lo que había pereci­do. ¿Qué os parece? Si tuviese alguno cien ovejas y se descarriase una de ellas, ¿por ventura no dejará las noventa y nueve en los montes y va a buscar aquella que se extravió»? (Mt. 28) El género humano es esta oveja extraviada, y de­jando el Señor a los Ángeles en el cielo, ha venido a este mundo buscando a los hombres.

El Obispo es el Buen Pastor que llama a los cris­tianos descuidados, a los equivocados, a los extra­viados para que no pierdan de vista definitivamente el punto de la eternidad. Y les llama en nombre de Dios, para que sigan por el único “camino de verdad y de vida” (Jn. 14).

No contamos con nuestras habilidades sino con la protección divina y la ayuda de todos, abrigando en nuestro corazón aquélla esperanza que sentía el Apóstol al dirigirse a los fieles de Corinto y que expresaba diciéndoles: «Dios qué nos libró, y saca de tan grandes apuros, esperémosle aún nos librará y ayudará, si vosotros no cesáis de orar por nosotros.» (1.a Cor. 4,10-11).

Sean por la gracia fecundos estos deseos nuestros, y llegue a mis amados diocesanos la  bendición que a todos doy en el nombre de Dios Padre,  y de Dios Hijo y de Dios Espíritu Santo.

Dado en nuestro palacio Episcopal de Cuenca, a 25 de Abril de 1922.

                                                                           + CRUZ Obispo de Cuenca.

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