El Pan de la Palabra – Domingo V de Cuaresma

Queridos amigos:

 

Ya está a la vista la meta. Se acerca la Pascua. Nos sentimos invitados por Jesús a celebrar la Pascua con él: «¡Cuánto he deseado celebrar esta Pascua con vosotros!». Y por eso mismo estamos deseosos de que llegue ese día. Pero nos queda aún esta semana última de cuaresma en la que continuar profundizando en nuestra preparación. ¡Ánimo! Podemos tener unas celebraciones pascuales gozosas. Vamos a plantearnos vivirlas como si fueran las únicas, como si estuviéramos con Jesús. ¡Te imaginas cómo serían estos días previos! Y si te cuesta, ponte en la piel de esos gentiles del evangelio de este domingo que se acercan a Felipe a pedirle: «¡Quisiéramos ver a Jesús!»

 

Pues bien, las lecturas de este domingo nos pueden ayudar a ambientarnos. Jesús sabe que ya ha llegado su hora. Esa hora que comenzó a anticipar en las bodas de Caná, junto a su madre y a sus discípulos. Es la hora de ser glorificado, de alcanzar la mayor gloria, el resplandor máximo. Tal y como nos muestra el evangelista Juan, Jesús vive estos días previos a la Pascua con una conciencia y una intensidad inaudita. Sabe que ahora sí está ante su hora: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre». Y, por si teníamos la tentación de pensar en un tipo de gloria llena de espectáculo, deslumbrante, Jesús mismo nos explica con la imagen del grano de trigo por dónde pasa su gloria:

+ es la gloria del que muere, como el grano de trigo sembrado en la tierra, para dar fruto abundante;

+ es la gloria del que se ha negado a sí mismo y ha vivido desde la entrega total al plan de Dios y a los demás;

+ no es la gloria propia, sino la gloria del Padre la que está en juego: «Ahora mi alma está agitada y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si para esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre». La gloria del nombre del Padre es la luz del amor sin medida: es el Dios que, como escuchábamos el pasado domingo, tanto ha amado al mundo que ha enviado a su propio Hijo para que el mundo tenga vida; es el Dios que quiere que todos tengan vida digna y plena; es el Dios que tiene predilección por los pequeños, los pecadores, los enfermos, los marginados… 

Ciertamente la hora de la glorificación de Jesús es una hora que no todo el mundo sabe aceptar. ¡Qué difícil es aún hoy comprender la lógica misteriosa de la cruz, que es la del Reino! ¿En verdad tiene más vida el que entrega la propia? ¿En verdad hay más alegría en dar y compartir que en recibir y acumular? ¿En verdad hay luz en la oscuridad de la cruz? ¿Qué gloria es la que se descubre en el fracaso de la cruz, en el fracaso de Jesús, en su muerte en cruz? ¿No preferimos acaso la gloria del éxito, de la fama, del poder, del tener?

Si como los griegos que se dirigen a Felipe quieres ver a Jesús, si quieres descubrir su amor, su luz, su vida, mira la cruz. Contempla al Crucificado. Dice Eugenio Zolli  «Cristo crucificado extendido en las mismas escaleras del altar es la cosa más triste y dolorosa que haya conocido. La Verdad crucificada, la más alta Sabiduría, la sabiduría de Dios crucificada, la Caridad crucificada, el Amor crucificado, Dios crucificado en su Hijo… La Divinidad es la humanidad crucificada… Y también Cristo crucificado, humillado, vilipendiado y escarnecido es la más alta expresión de la resurrección». 

 

De esta forma tan paradójica, con la muerte en cruz, Jesús ha querido sellar con la humanidad la nueva alianza. Él mismo, la noche de su pasión, al tomar el caliz entre sus manos y pasarlo a sus discípulos dijo: «Tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna…». En la entrega de Jesús en la cruz derramando su sangre por nosotros y por nuestra salvación, anticipada en el gesto y las palabras de partir el pan y pasar el cáliz en la última cena, se realizado la alianza nueva que Jeremías anticipó. El profeta Jeremías, profeta que vivió el desastre de la destrucción de Jerusalén y del exilio, ve en el horizonte de la historia en la que Dios ha comprometido su palabra con el pueblo de Dios una nueva alianza. Pero será diferente, nueva: ya no escribirá sus preceptos en piedra, sino que la grabará en los corazones. La relación con Dios no estará basada en el cumplimiento frío de unos preceptos, sino en el conocimiento de Dios, un conocimiento que nos llevará al amor. Y Jesús ha manifestado entregando su propia vida por todos que Dios ama al mundo y a la humanidad como nadie puede hacerlo de otro modo. Una alianza nueva y eterna, definitiva, porque Jesús murió de una vez para siempre y lo hizo para que todos lleguemos al conocimiento del verdadero misterio de Dios, de un Dios que es Amor y que nos ha amado primero, sin merecerlo. 

 

Tal y como dice la carta a los Hebreos, Jesús fue obediente hasta el final a la voluntad del Dios-Amor, aunque le costó lágrimas, sudor y sangre (así narran los relatos de la pasión la oración de Jesús en Getsemaní). Y de este modo, «se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna». Y aquí nos salta la pregunta: ¿obedecemos a Jesús? Traduzcámoslo: obedecer significa «saber escuchar». Entonces: ¿sabemos escuchar a Jesús que nos dice que el grano de trigo ha de morir para dar fruto, o que nos pide que renunciemos más a nosotros mismos y hagamos, tal como rezamos en el Padrenuestro, la voluntad de Dios? ¿Somos servidores suyos y del Reino?

 

Pidamos en esta eucaristía y en estos últimos días de la cuaresma con las palabras del salmista: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro». Que abramos nuestro corazón al Señor confiadamente para que él nos renueve por dentro, para que pueda escribir su ley, la ley del amor, en nuestros corazones.

 

¡¡¡¡¡Feliz domingo a tod@s!!!!!

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